Paseos por Madrid. Cuarto recorrido: de Puerta de Toledo al Templo de Debod

De la Puerta de Toledo al Templo de Debod

La Puerta de Toledo es una de las pocas antiguas puertas que se conservan en Madrid, pero tiene el honor de haber sido la última que se levantó en nuestra ciudad. Fue a principios del siglo XIX cuando se decidió erigirla. Por ella deberían haber pasado las Cortes Constituyentes de Cádiz, de las que este año se cumple su segundo centenario; sin embargo, como sucede con harto frecuencia, las obras se fueron retrasando y, tras la experiencia del llamado Trienio Liberal, Fernando VII decidió cambiar la orientación política de tan singular arco triunfal hasta el punto que finalmente la nueva Puerta llevó por leyenda "A Fernando VII el Deseado, Padre de la Patria, restituido a sus pueblos, exterminada la usurpación francesa, el Ayuntamiento de Madrid, consagró este monumento de fidelidad, de triunfo, de alegría, año de 1827". Un giro copernicano. El entorno de la puerta ahora aparece más cuidado después de unos inicios marcados por la concentración de vendedores de ganados y hortalizas en torno de la Puerta y unos años 50 en los que a su alrededor se levantaba una plaza peatonalizada a cuyo alrededor pasaban, entre otros, los tranvías que comunicaban Carabanchel con la Plaza Mayor. Hoy supone el punto de acceso al centro de la ciudad o, como en nuestro caso, el origen de este paseo por el Madrid Real.

Por ello, y en esta soleada mañana, es hora que comencemos nuestra ruta, pues aún nos queda mucho por ver. No obstante, y antes de dejar atrás nuestro punto de partida, merece la pena detenerse en dos edificios que pasarán desapercibidos pero que tienen un gran encanto. Me refiero, de un lado, a la vivienda situada en el número 122 de la calle de Toledo y, de otro, al cuartel de bomberos situado junto a la propia Puerta de Toledo.

Con respecto al primero de los mencionados, se trata de un bonito edificio de viviendas construido a finales del siglo XIX (en 1885) en estilo neomudéjar (tan propio del Madrid de finales de siglo) para don Francisco Lebrero. El edificio, en ladrillo visto con una cuidada rejería de hierro forjado, aparece coronado –en su cuerpo central- por su bonito reloj decimonónico y una delicada veleta en lo alto; pese a que creo que es uno de los edificios más bonitos de Madrid, su situación entre dos modernos edificios hace que pase totalmente desapercibido para el común de los visitantes.

En cuanto al parque de bomberos, el número 3 de la ciudad, es un antiguo edificio de ladrillo de principios del siglo XX construido a partir de 1904 y aunque tanto su pequeño tamaño como sus antiguas instalaciones no son en absoluto adecuadas actualmente para la importante función que desempeña, es una construcción que tengo asociada a mi niñez cuando, camino de Carabanchel desde la Plaza Mayor, siempre giraba la vista en el autobús para ver los antiguos “Barreiros” o “Pegasos” rojos que, coincidencias de la vida, parece que siempre salían con las sirenas y las luces puestas justo cuando yo pasaba por allí.

Pero, dejémonos de recuerdos de la niñez y salgamos de este entorno. Nos encaminamos por la Gran Vía de San Francisco con destino a la iglesia del mismo nombre. No obstante, apenas hemos avanzado poco más de cien metros, a nuestra derecha, y al fondo de una calle oculta por frondosos árboles, contemplamos una fachada neo-mudéjar. Se trata, ni más ni menos, que de la Iglesia de la Paloma. Según nos hemos ido acercando, su fachada se nos ha ido apareciendo como más delicada. No quiere impresionar. Tampoco es necesario. Sus dos torres simétricas y gemelas, realizadas en ladrillo y adoptando formas diversas de lazos, rombos y diferentes figuras geométricas, enmarcan un bonito cuerpo central, con un pequeño porche sobre el cual se levantan tres parejas de arcos ojivales de color blanco con vidrieras. Pero lo mejor está dentro: la Virgen de la Paloma. Se trata de un cuadro que representa a la Virgen de la Soledad y cuya advocación cambió cuando, a finales del siglo XVIII se construyó una pequeña capilla para el culto a dicha imagen en la Calle de la Paloma, asimilando el nombre de la imagen al de la calle en que se levantó la capilla. La capilla fue derruida y, en su lugar, levantado el actual templo a principios del siglo XX.

Es aquí cuando cada 15 de agosto, desde los primeros años de la década de los cuarenta del siglo XX y con ocasión de las fiestas, un pequeño retén de bomberos descuelga, delicadamente, el cuadro de la Virgen desde su altar para sacarla en procesión, siendo ésta escoltada por un piquete del Cuerpo de bomberos; el motivo de esta tradición no termina de ser claro, pero sí es manifiesto el bullicio de la verbena en estas fiestas y parece como si todos los madrileños que no han salido de vacaciones estuviéramos aquí concentrados: las calles aparecen engalanadas con mantones de Manila en los balcones, chulapos y chulapas se pasean vestidos con trajes típicos por las calles, y el olor a mollejas y gallinejas (tapas madrileñas por excelencia), estuviera por doquier. En algunos teatros, además, se sigue representando la famosa zarzuela “La Verbena de la Paloma” de Tomás Bretón, compuesta allá por 1884, lo que sirve para acercarse aún más al espíritu propio de estas fiestas en las que si bien ya no hay boticario, serenos y policías municipales gallegos ni tampoco “cantaoras” por las calles como sucede en una de nuestras más afamadas zarzuelas, sí se disfruta del mismo ambiente festivo. Son, sin lugar a dudas, las fiestas más castizas y a las que se ha de acudir alguna vez en la vida para saborear el más tradicional sabor madrileño.

Sin embargo, no es agosto y la mañana va avanzando, por lo que retomamos nuestro paseo y, ahora sí, nos topamos con la impresionante Basílica de San Francisco el Grande. Su horario de visitas no es demasiado amplio, y aunque la entrada turística es un poco cara (podemos entrar gratis con ocasión de los oficios religiosos), merece la pena la visita guiada. No es difícil dejarse impresionar por este templo de factura neoclásica y construido a iniciativa del rey Carlos III: su fachada neoclásica recuerda modelos romanos y su cúpula, además de ser una de las mayores que hay en toda la Cristiandad, está bellamente decorada. Además, y quizá por su aspecto majestuoso, fue el lugar previsto para servir de Panteón Nacional hasta que fue construido el Panteón de los Hombres Ilustres (ver Primer Paseo en La Gatera de la Villa nº 3); aunque ya antes de ese momento, el mismísimo José I Bonaparte quiso instalar en él el Salón de Cortes. Diversas esculturas obras de los mejores escultores del siglo XIX y pinturas nos irán sorprendiendo tanto por su calidad como por su cantidad, pero su cúpula y su planta circular nos sorprenden desde que pisamos la Basílica.

Toca el momento de reiniciar la ruta. Enfilamos la calle Bailén aunque bien merece la pena dar un pequeño rodeo por la calle de San Buenaventura para ver el exterior del Seminario Conciliar de Madrid con una bonita fachada neo mudéjar de principios del siglo XX y pasar por Las Vistillas (desde donde podremos obtener una de las mejores vistas de la cercana Catedral de la Almudena) y en donde se encuentra una bonita escultura a las famosas “violeteras”.

Desde Las Vistillas podemos observar el recio Viaducto de Segovia, una construcción ampliamente deseada tanto por los monarcas españoles como por el propio pueblo madrileño para unir la zona de Palacio con San Francisco el Grande. Sin embargo, no fue hasta 1872 cuando se comenzó a construir, en hierro –tal y como también era costumbre- el primero. La “inauguración” fue peculiar: fueron los restos del gran Calderón de la Barca los que tuvieron tal honor, dado que fue llevado desde San Francisco el Grande hasta una morada menos pretenciosa, el cementerio de San Nicolás. Tan “triste” inauguración no hacía presagiar nada bueno, y lo cierto es que desde el principio fue utilizado por amantes despechados y toda suerte de mentes torturadas por la vida, para acabar con la propia existencia, lo que motivó que el Ayuntamiento dispusiera de vigilantes para evitar tales sucesos. Pero el primer viaducto dio más problemas de orden práctico, dado que su cimentación y estructura requería frecuentes obras. Hasta tal punto llegó la situación que a finales de la II República se inició la construcción del actual, construido en hormigón armado y con un marcado estilo racionalista propio de dicha época.

Pasamos, cubiertos los petriles del puente por mamparas de cristal, sobre el viaducto. A nuestra izquierda se observa, majestuosa, la Casa de Campo, parte del distrito de La Latina y un lejano y llano horizonte que nos llevaría a tierras extremeñas. Centramos nuestra mirada al frente y, a nuestra derecha, de reojo, observamos un palacio con sobresalientes escudos en piedra blanca con leones que sujetan el escudo nacional con las figuras en rojo. Se trata del Palacio de Uceda, hoy sede de la Capitanía General de Madrid y del Consejo de Estado, y en su momento uno de los palacios más sobresalientes de Madrid y que intentaba rivalizar con el antiguo Alcázar madrileño. No en vano fue levantado por orden del Duque de Uceda que fue –tras desplazar al famoso Duque de Lerma, su propio padre- el valido del rey Felipe III.

Justo enfrente de este Palacio, y junto al de Abrantes (posesión del Estado italiano desde finales del siglo XIX) se alzaba antaño la Puerta de la Almudena, situada en la pequeña calle del mismo nombre y que también fue erigida en tiempos de Fernando VII. Sin embargo, la pequeñez de la calle no se corresponde con su importancia real, pues no solo en la misma se hallaba la antigua iglesia medieval de Nuestra Señora de la Almudena, sino que en esta pequeña calle fue asesinado en 1578 don Juan Escobedo, el Secretario de don Juan de Austria, tal y como nos recuerda una plaza situada al efecto.

Dejamos tiempos pasados y, disfrutando del día soleado que hace, nos adentramos por esta corta calle, giramos a la izquierda y nos topamos con la catedral, pero antes es preciso reponer fuerzas y nada mejor para ello que parar unos minutos en el “Anciano rey de los vinos” una taberna señera de la zona, ahora bastante frecuentada por turistas, pero en la que resulta una delicia sentarse en su terraza a tomar un vino dulce o un refresco mientras programamos nuestros siguientes pasos.

Y ¡qué duda cabe! que el siguiente será la Catedral de la Almudena. Parece mentira pero, pese a ser la capital del reino, hasta bien recientemente no hemos contado los madrileños con una catedral. Y no sería por falta de intentos, procedentes incluso de las más altas instancias del Estado, es decir, de los propios reyes, pues desde tiempos de Felipe II se quiso contar en Madrid con una Catedral, aunque el temor a una pérdida de influencia hizo que la Archidiócesis de Toledo se opusiera tenazmente al proyecto. No fue hasta la creación de la diócesis de Madrid-Alcalá (a finales del siglo XIX) cuando se pudo acometer la realización del proyecto catedralicio. Proyecto que no fue unánime en su localización, pues se propusieron lugares tan dispares como El Retiro, el solar del antiguo Cuartel de Monteleón, el solar del cuartel de San Gil (lo que ahora es la Plaza de España)… Sin embargo, no fue de extrañar que finalmente la ubicación fuera junto al Palacio Real habida cuenta del impulso regio.

No obstante, del proyecto original poco quedó. Imaginémonos una catedral de estilo neogótico, con altos campanarios, pináculos, rosetones, contrafuertes…; una suerte de Catedral de León o de Burgos en pleno Madrid y todo ello sobre una cripta neorrománica. Era el estilo triunfante a finales del siglo XIX cuando el neomedievalismo se apoderó no solo de la clásica Madrid, sino también de ciudades tan vanguardistas como Barcelona; suponía el resurgir de un tiempo pasado al que se quería mirar como espejo de lo que debía ser nuestro nuevo futuro encarnado en la figura de Alfonso XII.

Sin embargo, de todo aquel magnífico proyecto del Marqués de Cubas, del que ahora podemos ver una maqueta en el Museo de la actual Catedral, solo quedó completada la impresionante cripta neorrománica que poca gente visita y que, enclavada a medio camino de la Cuesta de la Vega, es un lujo contemplar, sobre todo porque su visita es gratuita y los 10/15 minutos aprovechados todo un lujo para los sentidos, con su infinidad de capiteles todos diferentes y unas magnificas pinturas. También el interior de la Catedral conservó este aspecto neogótico de altas naves y arcos apuntados, aunque el exterior adquirió un tinte clasicista más acorde con el entorno del Palacio Real…aunque pare ello se tuvo que esperar a mediados del siglo XX. Sea como sea, merece la pena la visita, entrando para ello por una de sus puertas labradas; merece la pena detenerse en las mismas a observar, en cada caso, lo que nos cuentan, desde el descubrimiento de la imagen de La Almudena, hasta la historia de la Reconquista, la Hispanidad,…; es un libro de Historia esculpido en bronce. El interior nos deja asombrados: amplias naves, altas y espigadas columnas separando las naves del templo, primorosas vidrieras multicolor (aunque algunas tengan un estilo excesivamente moderno que no encaja del todo con el templo).

 

Volvemos a salir a la calle. Junto a la Catedral se alza el Palacio Real y, formando parte de éste y justo delante de la Catedral, nos encontramos con la Plaza de la Armería, una construcción anexa al propio Palacio pero posterior en el tiempo, dado que fue mandada construir por Isabel II. Hoy, y al margen de su utilización en actos protocolarios, sirve de magnífico marco arquitectónico para los relevos de la Guardia Real que tienen lugar el primer miércoles de cada mes a las 12 de la mañana y en el que unos 400 militares vestidos con uniformes de la época de la Restauración realizan este vistoso relevo. Quizá no sea tan conocido como el cambio de la guardia en Buckingham Palace, pero seguro que la contemplación del madrileño no dejará indiferente.

 

Tras asistir a este vistoso espectáculo, retomamos nuestra visita. Acceder al Palacio Real siempre es una buena opción. Descubrir las numerosas estancias del Palacio y las pinturas y muebles que contiene va más allá de una mera visita artística: es el resumen de siglos de monarquía española, cuyo máximo exponente es la “Alegoría de la Monarquía española” de Giambatista Tiépolo en el Salón del Trono. Conviene detenerse a pensar en ello, pues todo lo que contiene el Palacio es patrimonio nacional, es la suma de voluntades y esfuerzos de siglos y siglos en los que momentos gloriosos se han alternado con otros de ruina económica y moral del país. No en vano el actual Palacio Real, diseñado por Sachetti tras un proyecto megalómano previo de Juvara, se alza en los mismos terrenos en los que se asentaba el antiguo Alcázar de los tiempos de los Austrias. Desde el nuevo Palacio Real han reinado desde Carlos III a Alfonso XIII, pero también desde aquí el pequeño infante Francisco de Paula salía, como último representante de la monarquía española, camino de Bayona forzado por la invasión napoleónica, y apenas pasados 120 años más, era el propio rey del momento -Alfonso XIII- quien abandonaba el palacio camino del exilio en 1931.

 

Sin embargo, el reflejo de la historia de la monarquía hispana no se circunscribe a las paredes del Palacio, sino que la cornisa del mismo Palacio debía servir como “libro de historia en piedra” en el que mostrar a todo el orbe los reyes que tuvo la monarquía hispánica (no olvidemos que Felipe V llegó al trono tras la Guerra de Sucesión y debía mostrar la legitimidad a dicho trono y la continuidad de la corona española). Para ello, tanto Felipe V como Fernando VI encargaron las estatuas que debían coronar la cornisa pero, según la leyenda, la esposa de Carlos III soñó que estas estatuas –que simbolizaban la monarquía española- caían de la cornisa al suelo, lo que no era un buen presagio; sea por este motivo o simplemente por el peligro de que cayeran sobre alguna persona, lo cierto es que la mayor parte de dichas estatuas fue depositada en los sótanos de Palacio hasta que los urbanistas del siglo XIX pensaron que podrían cumplir una función estética. ¿Dónde?

Pues ni más ni menos que en la Plaza de Oriente, uno de los lugares más apacibles y, a la vez, llenos de vida de Madrid. Un lugar idílico que, sin embargo, no siempre ha sido tal, porque justo aquí se desencadenó el levantamiento del pueblo madrileño contra las tropas francesas el 2 de mayo de 1808 como se encarga de recordarnos una cercana lápida marmórea. Claro que en aquellos entonces la plaza no existía, y cuando las tropas napoleónicas dispararon a cañonazos contra los madrileños, éstos tuvieron que huir por las callejuelas cercanas que rodeaban el Palacio Real.

Quizá esta excesiva cercanía de las viviendas y negocios del “populacho”, o quizá el marcado sentido urbanístico del “rey intruso” José I, fue lo que indujo a que éste, una vez tomadas las riendas del país bajo su égida, acometiera un amplio programa de derribos a fin de dar lugar a un nueva futura plaza que, junto con idéntico proceder en otros lugares de la ciudad, le valió el mote de “Rey plazuelas”. Sin embargo, se habrían de esperar varios años para que el arquitecto Gonzalez Velázquez primero, y luego el famoso Pascual i Colomer, dieran forma a este nuevo espacio. Nuevo espacio muy diferente del actual, pues si bien a finales del XIX la plaza tenía una clara forma circular con las esculturas de los reyes españoles dispuestas a su alrededor, luego fue el turno de los vehículos los que ocuparon el lado junto al Palacio Real para, finalmente a finales de los ’90 del pasado siglo, convertirse en una plaza totalmente peatonalizada que es presidida por la famosa estatua ecuestre de Felipe IV realizada por el escultor Pietro Tacca (que también es autor de correspondiente a Felipe III en la Plaza Mayor) y que contó con la mismísima colaboración de Galileo Galilei para asegurar la estabilidad del caballo elevado sobre sus patas traseras.

En el otro extremo de la Plaza, y justo enfrente del Palacio, descubrimos el Teatro Real al fondo, como si se tratase de un potente telón de la plaza. Un Teatro Real del que, construido a mediados del siglo XIX, son de sobra conocidas las vicisitudes por las que ha pasado; y si ahora son tenores y sopranos de reconocida fama los que pisan por el lugar, antes lo fueron estudiantes de arte dramático e, incluso, de militares en busca de la pólvora que se almacenaba en el lugar. Sin embargo, el lugar estaba predestinado a que se convirtiera en lo que es hoy: ya en el solar que ocupa se situaba antiguamente el famoso Teatro de los Caños del Peral, aunque hasta la inauguración de “el Real” por la reina Isabel II, Madrid no contó con un teatro imponente a la altura de las grandes capitales europeas. Hoy en día, la importancia de las representaciones operísticas es tal que incluso en ocasiones se instalan pantallas gigantes en el exterior del mismo para que el púbico en general pueda “asistir” a funciones especiales, permitiendo con ello que este espacio lleno de vida se llene, aún más si cabe, de más arte.

Tarareando cualquiera de las óperas más conocidas, comenzamos a alejarnos de la Plaza de Oriente y, en un lateral, leemos una inscripción al pie de un bonito monumento: “Iniciado por mujeres españolas se eleva este monumento a la gloria del soldado Luis Noval. Patria, no olvides a los que por ti mueren”. Nos hemos detenido en seco. La inscripción llama la atención y levantamos la mirada. Encontramos a un soldado que avanza con paso firme, fusil al hombro, mientras una mujer –que representa a la Patria- sujeta una bandera que le protege. Es el Monumento al Cabo Noval, muerto en 1909 cuando, capturado por los rifeños marroquíes, dio la voz de alarma a sus compañeros salvando la posición del ataque enemigo. En el pedestal de esta estatua realizada por Mariano Benlliure, los aperos de labranza del ovetense recuerdan su tranquila vida que tuvo que dejar para servir a la Nación; desde luego, una alegoría sobre la que pensar mientras nos alejamos del lugar, justo ahora en un tiempo en el que el Estado, la Nación, la Patria, son conceptos tan endebles y poco apreciados.

Nos alejamos de la Plaza. El sol empieza ya a caer por poniente y sus tonos anaranjados acarician el Palacio Real y se reflejan sobre una bonita cúpula surgida como de la nada. Nos asomamos a ver los Jardines de Sabatini situados en unos de los laterales del Palacio Real y decidimos descansar en uno de sus bancos durante unos minutos. Retomamos el camino. Justo enfrente vemos de pasada un edificio moderno con la inscripción “Senado” a sus pies; detrás de esta moderna construcción se oculta el decimonónico Palacio del Senado que otro día descubriremos.

Pero, a pocos pasos de la fría entrada del nuevo edificio del Senado, una airosa construcción en ladrillo se levanta en la esquina de la calle Bailén y de la Plaza de España: el edificio de la Real Compañía Asturiana de Minas, un bonito edificio de finales del siglo XIX. El edificio se adapta perfectamente al esquinazo en el que se levanta, con dos lados asimétricos flanqueados por pequeños torreones; sin embargo, su parte central –justo la correspondiente a la esquina de la calle Bailén con la Plaza de España- es la más destacada con un torreón-faro que se eleva con sendos miradores en sus pisos inferiores. Simplicidad y belleza en la que se debió fijar la Comunidad de Madrid que tiene en este bonito edificio la sede de la Consejería de las Artes.

Seguimos caminando, ya a paso ligero pues el sol comienza a descender a paso rápido y tras cruzar el paso elevado sobre la Cuesta de San Vicente y tras pasar un moderno edificio situado a nuestra izquierda, nos sorprende una fortaleza. ¿O no es una fortaleza? Pues no, en realidad se trata de la Iglesia de Santa Teresa y San José, de los carmelitas descalzos. Una iglesia cuyas formas exteriores parecen hacer referencia al texto de la Santa titulado “Moradas del Castilo Interior” y en el que concibe el alma como un castillo compuesto por siete cámaras, correspondientes a 7 grados de oración, en el centro de las cuales espera Dios. El templo parece seguir esta idea: su exterior parece un castillo con almenas y torres defensivas, pero en la cúspide y resplandeciendo, se encuentra coronando la iglesia una bonita cúpula de vivos colores, la misma cúpula que hace no mucho rato brillaba con los rayos de sol del atardecer madrileño.

Justo en diagonal a la iglesia, y en un espectacular contraste de formas, se alza la Casa Gallardo, un bonito ejemplo de edificio modernista en Madrid. El edificio, construido en 1911, abre a nuestros ojos la zona de Argüelles, una zona bastante más amplia de la que en un principio fue proyectada en el Plan Castro. Sea como sea, este bonito edificio es de los pocos con ciertas influencias modernistas; claro que en Madrid denominamos “modernismo” a casi cualquier edificio construido entre finales del XIX y principios del XX y que se aparte de la corriente historicista predominante en Madrid en ese momento. Por supuesto que nada tiene que ver con el modernismo que triunfó en Barcelona, pero este edificio de la Casa Gallardo, con su clara fachada contrastando con el tejado en pizarra provoca un bonito efecto visual.

No disponemos a acercarnos un poco más para ver el edificio en detalle cuando, de repente, nos topamos con una escultura que parece haber surgido entre los árboles de los Jardines del General Fanjul. En ella observamos a un militar, herido, apoyándose en un cañón, mientras un chiquillo llora desconsoladamente junto a la rueda del mismo y sobre algunos hombres que yacen alrededor; en lo alto, la Gloria con una bandera acoge el conjunto. Se trata de un monumento del escultor Aniceto Marinas y que lleva por título “El pueblo de Madrid al dos de mayo de 1808”. El lugar no es casual: muy cerca de aquí, a pocos metros, las tropas napoleónicas fusilaban a varios patriotas españoles el 3 de mayo de aquel año. De nuevo nuestra Guerra de la Independencia sale al paso. De nuevo, las figuras representadas con motivo del primer centenario del levantamiento madrileño nos transmiten profundos ideales: la tristeza del chiquillo, el heroismo del oficial artillero protegiendo al niño mientras con su además indica querer seguir luchando, la Patria identificada con la bandera y, sobre todo ello, la Gloria que supone luchar por unos ideales y por la independencia de un pueblo.

Los últimos rayos de sol refuerzan estos pensamientos en un jardín habitualmente tan silencioso; a nuestra izquierda, la Casa Gallardo se muestra majestuosa; a su derecha, las formas del edificio de la Real Compañía Asturiana de Minas se ven reforzadas por la caída de la tarde. Hemos de avanzar al encuentro de uno de los mejores lugares de Madrid para ver el atardecer.

Nos dirigimos al Templo de Debod, el templo nubio traído desde Egipto como agradecimiento de dicho país a España por la ayuda de nuestro país en el salvamento de los templos de dicha región egipcia (entre ellos el famoso de Abu Simbel) cuando, con ocasión de la construcción de la Gran Presa de Asuán, se hubieron de trasladar los mismos para evitar que quedaran sumergidos. Finalmente, solo un puñado de países de entre todos los que lo solicitaron, obtuvieron como “premio” uno de estos templos, y aunque Barcelona, Elche y Almería también solicitaron que el Templo de Debod acabara en sus municipios, finalmente fue Madrid la ciudad elegida al ser la capital del estado, siendo reconstruido en la misma en 1972

El lugar destinado para su “reconstrucción” fue la Montaña de Príncipe Pío donde tiempo atrás estuvo el célebre Cuartel de la Montaña y antes incluso se había levantado un precioso pabellón de la Exposición de Agricultura en 1857 y realizado por Jareño en estilo neoarábigo.

Quizá no hayamos llegado a tiempo de entrar al interior del Templo (la visita es gratuita, con unos interesantes contenidos didácticos), pero desde el mirador que existe a pocos metros podemos ver cómo el sol se pone rápidamente. Es la mejor vista que se puede contemplar desde Madrid y aunque los que contemplamos la vista desde el lugar creemos estar gozando de un momento único, basta girar la vista para comprobar que cada uno estamos viviendo el nuestro, con sus ensoñaciones y proyectos, con sus recuerdos y nuevas promesas. La Casa de Campo se encuentra a nuestros pies; el horizonte se va difuminando con los tonos anaranjados del sol que se oculta por Poniente; es el momento de recordar todo lo vivido en el día mientras disfrutamos de este momento mágico.

Todas las fotografías son obra del autor del texto.

Bibliografía.

  • Madrid, ciudad y arquitectura (1808-1898). Pedro Navascués Palacio
  • Dibujos en el Museo de Historia de Madrid. Arquitectura Madrileña de los siglos XIX y XX”. Museo de Historia de Madrid
  • La Catedral de La Almudena. Guía práctica e ilustrada”. Pedro Calleja. Ediciones La Librería
  • Historiadel Cuerpo de Bomberos de Madrid: de los matafuegos al Windsor (1577-2005). Juan Carlos Barragán Sanz y Pablo Trujillano Blaco. Ediciones La Librería
  • Folleto de visita del Templo de Debod. Ayuntamiento de Madrid.

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Autor del artículo

Alberto Martín Quintana

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