Recuerdos sobre José Napoleón, por Abel Hugo.
Recuerdos sobre José Napoleón.
El nombre de José Napoleón Bonaparte es uno de los primeros nombres que quedan grabados en mi memoria. Se encuentra mezclado con los recuerdos de mi más tierna infancia.
Mi padre tenía el mando de la plaza militar de Lunéville, en la época del congreso, donde se firmó la paz entre la Francia republicana y Austria, vencida en Hohenlinden. El conde de Cobentzel defendía allí los intereses del emperador Francisco, José Bonaparte era el plenipotenciario del pueblo francés. Tendría yo entonces cuatro años; los embajadores, cuando no recibían en su casa, se reunían a veces por la noche, junto a sus acompañantes, en la casa de mi padre.
José me tenía afecto. A menudo me daba testimonios de ello, sensibles para un niño, con algunos regalitos de almendras de París y unas confituras que son tan exquisitas en Lorena. Yo le quería mucho por sus caricias y sobre todo por sus golosinas. Le estaba tan agradecido que, varios años más tarde, mi buena madre cuando me hablaba de las penas y alegrías que le había causado mi infancia, y me comentaba algunos detalles de nuestras tardes en Lunéville, se quedó sorprendida del fresco recuerdo que yo conservaba todavía de las bondades de José Bonaparte [1] .
En el congreso de Lunéville, por vez primera, mi padre conoció al que acompañaría más tarde en Nápoles y luego en Madrid; en Lunéville empezó, entre José Napoleón y él, este vínculo que el antiguo rey de España, en sus cartas todavía hoy sigue llamando amistad, amistad muy real y puesta a prueba, ya que resistió a estas dos grandes cosas que, habitualmente, no dejan amigos: el trono y el exilio.
Poco tiempo después de la subida de José al trono de Nápoles, mi padre pasó a su servicio. Llegó a ser coronel de esta bella legión corsa que se distinguió de manera tan notoria tanto en el sitio de Gaëte como en la persecución y la destrucción de la banda de Fra-Diavolo. Era además uno de los mariscales del palacio. Recuerdo haber sido llevado por él a Nápoles, para agradecer al rey un cargo que me había concedido entre sus pajes. Jamás olvidé la sonrisa benévola y la mirada afectuosa con las que José acogió al niño que había conocido en Lunéville. Sin embargo, como yo era todavía demasiado joven para disfrutar del favor que se me hacía, me acompañaron de nuevo a Francia. Algún tiempo después, mi padre dejó Italia, y siguió a José hacia España.
Después de varios años de estancia en Paris, en marzo 1811, marchamos mi madre, mis hermanos y yo, para encontrarnos con mi padre en España. No estaba en Madrid. Integrado en el gobierno de la provincia de Guadalajara, tenía a su cargo con su brigada proteger la capital contra los ataques de la división de don Juan Martín, vulgarmente llamado El Empecinado[2], partisano famoso y digno de serlo.
El rey tampoco estaba en Madrid cuando llegamos. Acababa de ir a Francia para poco tiempo. Durante nuestro viaje, le habíamos encontrado. Era en las puertas de Valladolid. El convoy en el que estábamos tuvo que apartarse en la carretera, para dejar pasar a su escolta y sus acompañantes. José viajaba rápidamente. Tenía junto a él una parte de los jinetes de la antigua caballería ligera francesa de su guardia. Su berlina rozó la nuestra. Estaba yo en la puerta, muy atento. El rey, a su paso, me pareció triste y preocupado. Hablaba con acaloramiento a una de las personas que estaban sentadas frente a él. Supe luego la causa de este aire sombrío que me sorprendió entonces. Me parecía que un rey debía mostrarse siempre alegre. José iba a Paris bajo el pretexto de asistir al bautismo del rey de Roma, pero su meta verdadera era la de abdicar de la corona de España, y de devolver al emperador el cetro que no le servía para proteger a sus súbditos con eficacia [3].
Nos quedamos en Madrid esperando la llegada de mi padre y la vuelta del rey. Se nos alojó en la casa del príncipe de Masserano, antiguo embajador de la corte de España en Paris, y gran maestro de ceremonias de José Napoleón. Este palacete, que estaba desierto cuando entramos en él, tiene su lugar en mis recuerdos. Era un gran edificio sito en el ángulo de la calle de la Reyna, cerca de la magnífica calle de Alcalá, sin apariencia llamativa en el exterior, pero cuyo interior estaba suntuosamente decorado. Tenía el lujo de un palacio real. En él se encontraban amplias salas, con altas ventanas, anchos balcones, revestimientos dorados. Por todas partes, preciosas lámparas de cristal de roca, inmensos espejos de Venecia que duplicaban la amplitud de los apartamentos. Abundaban muebles de un gusto antiguo, pero cubiertos de bellas tapicerías y adornados con esculturas cuidadosamente doradas; colgaduras de seda de Persia; amplias cortinas de damasco; ricas alfombras de Turquía, con colores variados; cofres, armarios de maderas preciosas, esculpidos, dorados o pintados; porcelanas de China y de Japón.
Había, en uno de los salones, dos jarrones japoneses, con brillantes pinturas, donde quimeras y animales fantásticos parecían escondidos entre flores desconocidas. Cada uno de estos jarrones era bastante grande para que pudiésemos escondernos en él los tres juntos, mis dos hermanos y yo. El príncipe de Masserano, grande de España de primera clase, cuando se fue a su embajada, se había llevado a Paris toda la gente de su servicio. Había dejado su palacio desierto y bajo la vigilancia de un viejo intendente de su familia. Aunque el Ayuntamiento de Madrid, al asignárnoslo para alojamiento, hubiese puesto a nuestra disposición la casa entera, en ausencia de mi padre, sólo ocupábamos una parte de ella, y todavía (con los pocos domésticos que tenía mi madre) en ella andábamos perdidos. La riqueza y las curiosidades de nuestra vivienda nos extrañaban mucho a mis hermanos y mí. No nos limitábamos en admirar solamente los apartamentos prestados; habíamos encontrado un manojo de llaves que contenía las de todas las salas, y la casa entera estaba sometida a nuestras infantiles investigaciones, en contra de la prohibición de nuestra madre. Ésta, severa y escrupulosa, había visto, durante las guerras de Vendée, las habitaciones de su padre y de su abuelo puestas a la disposición de los soldados; le costaba soportar todo lo que le recordaba los desordenes de una ocupación militar. Nosotros, niños curiosos y observadores, no concebíamos sus escrúpulos; aprovechábamos su ausencia para abrir las puertas cerradas y visitar estas riquezas orientales que sólo los cuentos de las Mil y una noches hasta entonces nos habían permitido imaginar; sin embargo impresionados por el ascendente materno, admirábamos todas las cosas de lejos con cierto respeto y temor.
Lo que me encantaba entonces en España, aparte de ver un país nuevo y de satisfacer mi joven curiosidad, era el brillo del cielo y la luz abundante, pura, penetrante, que parecía inundarlo todo. Era el verano de 1811, famoso por la aparición del gran cometa. La habitación donde dormía con mis hermanos, cerca de la vigilancia activa y siempre inquieta de nuestra madre, daba a un pequeño patio, pavimentado de anchas piedras planas, rodeado de pórticos parecidos a los de un claustro, y cuyo centro estaba ocupado por un estanque de agua límpida, siempre renovada por el brote de un chorro. Algunas flores, unos arbustos con hojas perfumadas alegraban la tristeza de este patio interior. Los rayos deslumbrantes del sol lo iluminaban durante el día, y cuando venía la noche, la luz casi solar del cometa no permitía que la oscuridad lo penetrase; después de que mi madre hubiera venido a nuestra habitación para hacer su visita de costumbre, ver si estábamos acostados, informarse de lo que pudiéramos necesitar, dar a cada uno el beso de la noche, después de haber oído a mis jóvenes hermanos profundamente dormidos, ¡cuántas veces volví a levantarme para quedar sentado, casi desnudo, en el balcón de nuestra ventana! Deseaba disfrutar del frescor del aire, escuchar el armonioso y débil rumor de la ciudad adormilada, y admirar el cometa llameante y las estrellas centelleando a través del ancho abanico de su cola que cubría la mitad del cielo; pues en el aire puro y con el clima meridional de España, lo supe más tarde, este cometa pareció más grande y más luminoso que en ningún otro país de Europa.
Entonces ¡cuántos pensamientos vagos! ¡cuantos sueños sin meta! ¡cuántas miradas perdidas, lanzadas hacia el abismo de los cielos con el deseo de descubrir algo detrás de las estrellas! Luego, cuando me daba la vuelta para caer de nuevo en la tierra, veía en la misma alcoba, a mis dos hermanos más pequeños, cansados por los juegos de la jornada, reposando bajo su blanca manta y durmiendo con sueño apacible. A menudo también y casi sin querer, mis ojos se paraban en un retrato, obra de Rafael Mengs, único cuadro olvidado en esta parte de la casa, y que había quedado colgado en el muro de nuestra habitación. Este retrato representaba a Carlos III, en sencillo traje de caza, con la única condecoración del gran cordón azul cielo con ribetes blancos y la placa de la orden creada por él. La luz era suficiente para que pueda distinguir fácilmente todos los rasgos de su rostro; esta claridad difusa les prestaba un aire auténtico, un aspecto de vida que no les veía durante el día. Yo distinguía claramente esta cabeza que siempre me pareció tan rara, esta cara larga como la de un chivo, una nariz aguileña cuya extremidad escondía la mitad de una boca de gruesos labios oscurecidos por el cigarro, grandes ojos negros casi tan salientes como la nariz, una frente alta y arrugada rematada de una pequeña peluca flanqueada de tres delgados tirabuzones. Al ver esta cara heteróclita, esta figura grotesca, pero donde brillaba a pesar de todo una mirada fina y dulce, yo no imaginaba que tenía delante de mí uno de los más sabios y grandes monarcas de España, hombre severo y virtuoso, rey filósofo y benefactor, cristiano piadoso, religioso observador de sus deberes para con sus súbditos, y a cuyo reinado se debe la mayor parte de los monumentos y fundaciones útiles que han decorado España bajo la dinastía de los Borbones.
José volvió de Paris. El rey de España se acordó de su promesa como rey de Nápoles, y mis padres recibieron un aviso de que me habían nombrado paje de su majestad. Era un favor grande, más aún cuando ningún otro francés podía ser admitido en este puesto. Decir que éste me colmó de alegría sería poco decir; estaba exultante.
Poco después de mi nombramiento, mi madre me acompañó a la Real Casa de Pages. Mi comienzo entre los pajes no me inspiraba ni temor ni inquietud. Yo ya hablaba bastante bien el español, lo suficiente para participar en todas las conversaciones. Mi calidad de antiguo alumno del Liceo imperial de Paris me daba cierta confianza en mi mismo que me impedía temer el primer encuentro con los jóvenes españoles que iban a ser mis compañeros. Me recibieron muy bien. La costumbre bárbara de acoger con novatadas, groseras o brutales, a un compañero recién llegado, era desconocida en España y no tuve que soportar ninguna de estas burlas crueles todavía comunes en semejante caso en Saint–Cyr y en Fontainebleau. El gobernador y los directores no fueron menos bondadosos conmigo que mis jóvenes compañeros. Fue decidido que mi presentación al rey tendría lugar el 1 de enero siguiente, día de besamanos y de gran gala.
Mi uniforme me fue traído la víspera de este día, memorable para mí. Uno se puede imaginar mi gran alegría al probarlo. Nunca sentí tanto placer como cuando entonces, por primera vez, llevé la charretera.
El uniforme de los pajes de José Napoleón no tenía sin embargo nada de esta elegancia rebuscada que distinguía a los pajes españoles de los reyes de la dinastía austriaca, cuando, andando a pie, el sombrero en la mano, alrededor del carruaje real, o bien, sentados en las portezuelas, acompañaban a la fiesta de toros o a la procesión de San Isidro a sus graves y magníficos soberanos. Calzas de seda negra, un jubón de terciopelo negro que ceñía en el talle un cinturón del mismo color, un ancho sombrero de fieltro con una larga pluma blanca, tal era entonces su traje sencillo y pintoresco. Además, ni capa, ni espada, sólo se veía, colgada a la cintura de los mayores, una pequeña daga de Toledo, con una empuñadura de oro ricamente cincelada y su vaina de plata esmaltada adornada de arabescos. En su riqueza, el uniforme de los pajes de José Napoleón, así como el de los pajes de la casa de Borbón, se asemejaba más a una librea que a un traje de corte. Llevábamos un frac azul marino, ribeteado de oro en el cuello, en las solapas, en las bocamangas, en el talle, y cuya pechera estaba cubierta por anchos galones de trencillas de oro, parecidos, menos en el color, a los que llevaban los granaderos a caballo de la guardia de Carlos X de Francia. Las solapas y el cuello del frac eran de terciopelo. Calzones azules apretados en las rodillas por una hebilla de oro, medias de seda blancas con grandes esquinas, zapatos con hebillas, complementaban este uniforme, que alzaba un poco un sombrero militar, magníficamente ribeteado y rematado de plumas blancas como el sombrero del mariscal de Francia, una agujeta de seda blanca, bordada de oro, atada sobre el hombro izquierdo. Y finalmente la espada, que llevábamos al costado. Sólo los pajes de servicio llevaban la bota de amazona [4].
El 1 de enero, estuve listo de madrugada. Antes de ir hacia el palacio, había que pasar la revista de nuestro gobernador.
Era el antiguo gobernador de los pajes de Carlos IV, don Luís de Rancaño, un coronel del cuerpo de ingenieros militares, oficial muy estimado en su arma, y que había recibido el empleo que ocupaba cerca de nosotros, como un tipo de jubilación honoraria para su vejez: era alto, apuesto en su uniforme militar; justo, firme, dulce y bondadoso, nos inspiraba a todos respeto. He tenido la felicidad, después de los acontecimientos de 1814, de volver a ver en Paris a este hombre venerable, expatriado como todos los Españoles distinguidos que habían servido a José. Soportaba con calma, sin quejarse y humildemente, las penas y las miserias del exilio. La vida en Paris complacía a esta inteligencia activa. Alojado mezquinamente, viviendo con sobriedad, no buscando otro recreo que los paseos que hacía cada día con los pocos amigos ilustrados que sus conocimientos variados, su conversación sustancial e instructiva atraían a su lado; siguiendo con constancia algunas clases elegidas del Collège de France, interesándose en cierta medida por la geografía, la química, la botánica y las matemáticas de alto nivel, esperaba así, con filosofía y resignación, la muerte que le sobrevino poco antes de la época en que los decretos de la reina Cristina abriesen las puertas de España a todos los exiliados.
Dábamos a este digno gobernador el dulce nombre de ayo (padre nutricio). Era el antiguo título de su empleo, entrañable nombre que el nuevo protocolo español había tomado prestado del antiguo. Viéndome llegar el primero de todos, este buen anciano, que sólo venía a palacio para asistir a mi presentación y animarme con su presencia, me felicitó de mi diligencia y sonrió cuando le confesé inocentemente la causa.
El señor Rancaño tenía a su lado, como asistente y subgobernador, a un joven jefe de batallón, oficial de gran distinción, que se llamaba Landaburu. Situado, por mi edad y por el estado adelantado de mis estudios, entre los pajes de primera clase, me había relacionado con uno de ellos llamado Domingo Aristizábal. Este joven, ya paje en época de Carlos IV, era el hijo de un antiguo virrey de Méjico. Su padre y todos sus parientes, de los cuales estaba alejado y por los cuales, en cierto modo, se encontraba abandonado desde el principio de la ocupación de Madrid por los franceses, luchaban en las filas de los insurrectos. Había correspondido francamente a mi amistad y me había prometido no apartarse de mí durante mi recepción, con el fin de darme a conocer a todas las personas de la corte, cuyos nombres le eran desde hace mucho familiares.
Una vez pasada la revista y cuando tocó la hora de la marcha, nos pusimos en camino, andando militarmente de dos en dos, encabezados por nuestro gobernador y el señor Landaburu; Aristizábal estaba a mi lado.
Para llegar a Palacio, había que atravesar una gran plaza, apenas nivelada y todavía cubierta de ruinas y de escombros: era una de las plazas que el rey José, celoso del embellecimiento y de la salubridad de la ciudad, había ordenado abrir, y que le valía, por parte de los Españoles descontentos con innovaciones cuya utilidad no apreciaban todavía, el apodo de Rey de las Plazas.
Cuando entré en el salón, donde el sitio asignado a los pajes estaba señalado, me sorprendió un poco el gran número de oficiales y de funcionarios de la orden civil o de la casa real que en él estaban agrupados.
Los Franceses no parecían ser allí mayoría, por lo menos según pude juzgar por las conversaciones particulares que oía a mi alrededor, casi todas en lengua castellana. Dejé de extrañarme de ello cuando el señor Rancaño me hubo avisado de que, a menos que se presentaran circunstancias extraordinarias, el rey José hablaba siempre en español a las personas admitidas en sus recepciones públicas.
Aristizábal, educado en la corte de Carlos IV y acostumbrado al fasto del palacio, no se quedaba maravillado como yo del esplendor y la riqueza de los trajes. Aseguraba incluso que los besa-manos del antiguo régimen reunía una asamblea más numerosa y más espléndida. Durante estas grandes jornadas de ceremonias, el rey, la reina, sentados bajo el palio real y rodeados de su familia, esperaban los homenajes de las personas admitidas a la corte que debían pasar sucesivamente delante del trono. El soberano, la reina, los príncipes y las princesas se levantaban si se acercaba un noble agraciado con la grandeza [5] y le abrazaban afectuosamente. En cuanto a los marqueses, a los condes, a los barones que no eran grandes de España, a los títulos de Castilla, a los funcionarios de toda orden y al resto de los cortesanos, las majestades y las altezas reales se limitaban, con gravedad, a ofrecerles su mano a besar.
A pesar de las reclamaciones de los gentilhombres de la antigua corte, José había abandonado este protocolo oriental. No le gustaba sentarse en el trono, y después de haber recibido en el salón de los reynos a los embajadores, a los ministros, a los generales y a los grandes oficiales de la casa, pasaba a las otras salas e iba a visitar él mismo a los que venían a presentarle sus respetos. Era accesible a todos, escuchaba con paciencia, contestaba con dulzura, se informaba con interés. Nadie se quedaba insatisfecho. Por lo cual Aristizábal me decía con algo de malicia, comparando las dos cortes: “Antes en un día de recepción se formaba una procesión, ahora se pasa la revista.”
Nada más llegar, el señor Rancaño me había presentado al lugarteniente-general barón Strolz[6], que, en su calidad de primer escudero, tenía la dirección superior de la Real Casa de Pages. Había podido conocer a mi padre en el estado mayor del general Moreau, y me acogió calurosamente.
Esperando el momento de la llegada del rey, Aristizábal me hizo admirar los cuadros que decoraban la sala donde nos encontrábamos: se veía, entre otros, una excelente copia de un cuadro de David, el que representa al general Bonaparte cruzando los Alpes sobre los pasos borrados de Aníbal y de Carlomagno. Me imaginaba que esta pintura había sido colocada en el palacio desde que José había subido al trono de España. Aristizábal me desengañó, había visto colocar este retrato del primer cónsul en el mismo sitio donde se encontraba todavía, y era Carlos IV mismo quien había presidido esta inauguración. ¡Buen rey, que no se daba cuenta que poner este retrato en esta sala, era como quitar de ella su trono!
Durante los años que precedieron la invasión, e incluso en el momento de la entrada en España de los Franceses bajo el mando del gran duque de Berg, el entusiasmo de los Españoles por Napoleón llegaba a su apogeo. Su nombre estaba en todas las bocas, sus retratos y sus bustos en todas las casas. Se le nombraba el héroe de Francia, restaurador de la religión, vencedor de la revolución. Se exaltaba su despotismo, amigo y tal vez fundador del orden; se ponderaba sus grandes cualidades administrativas, se celebraba su genio militar. Sus victorias en Egipto le hacían popular en un país donde el odio a los musulmanes ha sido mucho tiempo uno de los rasgos distintivos del carácter nacional. La parte más ilustrada de la nación, indignada por la decadencia de la monarquía, con el favoritismo de Godoy y los desordenes de la corte de Carlos IV, esperaba la influencia de los franceses sobre el viejo monarca español, una regeneración fecunda y una prudente libertad.
Las únicas condecoraciones que fueran notorias entre la multitud resplandeciente que nos rodeaba, eran, con la estrella de la Légion d’honneur y la Corona de hierro, las Órdenes Reales de Nápoles y de España, las dos creadas por José. La Cruz de Nápoles, rematada por un águila de oro con las alas extendidas, se llevaba suspendida a un lazo azul cielo. La Cruz de España, sencilla estrella de cinco puntas esmaltada con rubíes, se ataba a un lazo rojo; era una especie de legión de honor española [7].
Con sorpresa, vi entrar en la sala del trono a un pequeño anciano de pelo blanco, todavía ágil y derecho a pesar de su edad, revestido del gran uniforme de mariscal de campo español, y llevando alrededor del cuello, suspendidos a una cadena, las insignias del Toisón de Oro. Yo sabía que muy pocos españoles habían recibido esta condecoración de la mano de los reyes Carlos III y Carlos IV. Pregunté su nombre a Aristizábal: era el conde de Moctezuma, grande de España. Este descendiente de los emperadores de Méjico no era uno de los cortesanos menos devotos de José. ¡Cosa extraña, un Moctezuma, súbdito de un Bonaparte! Su hijo era maestro de ceremonias del rey.
Unos momentos después, un coronel de los húsares en uniforme de gala, dolmán y pelliza azul cielo ribeteados de plata, pantalón rojo, pasó cerca de nosotros. Era alto, de tez sonrosada, ojos pequeños pero vivos, y, a pesar de rasgos comunes y muy pronunciados, tenía un aire digno y firme. Su aspecto me gustó; pregunté una vez más a Aristizábal; era el coronel Chassé, comandante del regimiento de los húsares holandeses. Un oficial superior español conversaba con él, era el jefe de escuadrón Moralés, comandante del cuerpo franco de los cazadores de Ávila. Recuerdo todavía la severa y altiva actitud de este antiguo guerrillero, reincorporado recientemente a la causa de José contra la cual tanto tiempo había combatido.
Se acercaba la hora para José de salir de su gabinete; la multitud aumentaba progresivamente. Aristizábal me propuso que nos acerquemos a la puerta, y desde este lugar me designaba parte de los que entraban.
Uno de los primeros, hombre bastante alto, de rostro austero, cuyos ojos cansados estaban velados por anteojos verdes, era un sabio eclesiástico, señor Llorente, antiguo secretario de la Inquisición, entonces consejero de estado de José.
Vi así pasar a dos poetas españoles bastante famosos, Meléndez Valdés, que sonreía graciosamente a todos con su traje de consejero de estado, y Marchena, que presentaba una cara huraña y la Cruz franco-española de José en la solapa. Se presentaba aquí como jefe de división en el ministerio del interior. Acababa, creo, de dirigir con éxito, en esta época, una traducción de Tartuffe en el teatro del Príncipe.
En medio de esta muchedumbre variopinta, dorada y engalanada, me quedé muy sorprendido de ver de repente a un joven soldado de la guardia real que, con su pelliza de simple húsar, su dolmán ribeteado de lana, su sable con empuñadura de cobre y sus espuelas de hierro, entró con seguridad en medio de nosotros y anduvo derecho hacia la sala del trono, codeándose con los generales. Impresionado, le observé y, cuando nos dio la espalda, vi que en la parte trasera de su dolmán, en medio de la cintura, colgaba de un nudo de brocado una pequeña llave de oro esculpida. Este húsar era uno de los chambelanes del rey; era grande de España de primera clase, hijo de la marquesa de Ariza, duque de Berwick, descendiente de los Stuart. Incorporándose como simple jinete de la guardia real, había querido dar una prueba de lealtad absoluta a la persona de José Napoleón. Era, en otro modo, un compromiso semejante al del conde de Moctezuma. Los hijos de los emperadores del Nuevo Mundo, los descendientes de los reyes de la vieja Europa, se mostraban solícitos con reconocer la soberanía de un rey sin antepasados, hermano de un emperador que sólo apoyaba sus derechos en una elección popular y en su espada victoriosa.
Mis recuerdos me traen todavía algunos personajes que desfilaron así ante mis ojos. Eran: El señor Bienvenu Clary, sobrino del rey, coronel de los fusileros de la guardia; joven oficial con gran porvenir, muerto después en Madrid, y cuya perdida ha sido hondamente sentida. Los dos hermanos Rapatel: el primogénito, mayor de los jinetes de la caballería ligera de la guardia; el menor, coronel del regimiento español y furriel del palacio[8]. El duque de Esclignac, gentilhombre francés, chambelán del rey. El Marqués de Benavent, grande de España, montero mayor. El marqués de San Adrián, grande de España, primer maestro de ceremonias.
Los Españoles, los Franceses y los extranjeros llegaban sucesivamente. Eran: El duque de Sotomayor, grande de España, maestro de ceremonias, cuyo nombre es conocido en Francia porque uno de sus antepasados se enfrentó a Bayard. El general Lecapitaine que, en 1814, fue el primer instructor de la guardia nacional de Paris y que, en 1815, murió gloriosamente en la segunda batalla de Fleurus. El conde de Laforest, embajador de Francia. El barón de Stourm, enviado desde Dinamarca. Los barones de Mornheim y de Strogonoff, ministros de Rusia. Don Domingo Badia y Leblich, prefecto de Córdoba, viajero famoso bajo el nombre de príncipe Ali Bey[9] . Muchos otros se apresuraban en llegar, pues era la hora.
Pronto se oyó la voz fuerte del ordenanza: El Rey. Nos dimos prisa para volver a nuestro sitio cerca del coronel Rancaño. Los cuchicheos se apagaron; un silencio profundo se estableció en la multitud.
La puerta se abrió. El rey, que acababa de atravesar la sala del trono, entró en nuestro salón. Llevaba el uniforme y las charreteras de coronel de jinetes de caballería ligera de su guardia; frac verde, con cuello, solapas y ribetes amarillos. Sólo dos medallas adornaban su pecho, las de la Légion d’honneur y de la Orden Real de España. Su pequeño sombrero, parecido al del emperador, no tenía más adorno que una trencilla negra con su escarapela roja.
En cuanto se abrió la puerta, el rey había levantado su sombrero para saludarnos a todos. En este momento, me llamó la atención su gran parecido con Napoleón. Era la misma cara de carácter antiguo, de una belleza regular, la misma frente amplia y descubierta, sólo que tenía una tez más clara, rasgos menos duros, miradas más suaves. José por otra parte era más alto que su hermano; medía aproximadamente cinco pies y cinco pulgadas.
A su lado andaba el mariscal Jourdan, su jefe de estado mayor; inmediatamente detrás de él, venían los capitanes-generales de su guardia, el duque de Cotadilla y el conde Merlin y los dos ayudantes de campo de servicio, el lugarteniente-general Lafont de Blaniac y el coronel Desprez[10]. Los embajadores, los ministros y diversos oficiales de su casa le acompañaban, así como varios generales del ejército francés, entre los cuales estaba el conde Belliard, general-ayudante mayor; el conde Drouet d’Erlon, comandante jefe del ejército del centro, y el barón Dedon, famoso por sus querellas con Paul Courier, general de artillería más estimado en su arma que lo pretendía el panfletario viticultor [11] y que había estado al mando de la artillería francesa en el memorable sitio de Zaragoza.
José andaba lentamente, escuchando con paciencia las reclamaciones que se le hacía, respondiendo con bondad a los que le hablaban, animando a los tímidos por su afabilidad y conteniendo por el respeto a los que su viveza meridional hubiese llevado a excesos. Comunicaba a sus ayudantes de campo las peticiones recibidas y por una palabra amable dejaba a todos los solicitantes una esperanza consoladora. Es calidad de un rey saber contentar a todos[12].
Yo estaba en una ansiedad extrema; deseaba que todo terminase. El rey estuvo por fin delante de nosotros. Pasó la mirada en la línea que formaban los pajes (nosotros nos presentábamos como soldados, alineados en dos filas), luego se acercó a nuestro gobernador:
« - ¡Y bien ! coronel, le dijo en español, ¿está Vd. más satisfecho de estos señores ? »
Parece que en el parte mensual rendido al rey por el señor Rancaño sobre la conducta de los pajes, éste se había quejado de algunos.
« - Sí, Majestad , respondió inclinándose.
« - ¿Quién es este joven?
« - Majestad, es el nuevo paje admitido por orden de su majestad, don Abel Hugo, el hijo mayor del general.
« - ¿Habla español?
« - Sí, Majestad.
Entonces, mirándome bien a la cara, examinándome con una atención que me llenó de confusión, José me dirigió en español estas palabras que puedo repetir aquí con exactitud, y con la certeza de que no me engaña mi memoria:
« - Señor Hugo, es un placer para mí decirle que, por un despacho llegado esta mañana misma, su padre me anuncia que acaba de vencer al Empecinado. Vd. le volverá a ver enseguida. La provincia en cuyo gobierno estaba integrado está prácticamente pacificada. Le necesito en el estado-mayor del ejército y acabo de pedirle que vuelva a Madrid. »
Me incliné con respeto, tratando de balbucear algunas palabras. El rey añadió:
« - ¿Su señora madre estará bien, espero? Asegúrela del interés que les presto, así como a sus hermanos. »
Luego, saludándome con un signo de amistad, José continuó su camino a través de las salas llenas de uniformes, de bordados y de charreteras.
Este tono benevolente, estas palabras afectuosas, me causaron una profunda emoción. Mis camaradas me felicitaron de la bondad que el rey me había demostrado. No tardamos en volver hacia la Casa de Pages. El señor Rancaño me llamó a su lado y durante el trayecto, como bien se puede imaginar, sólo se trató del rey José y de los diversos motivos de afecto que sus súbditos debían tener para con él.
Rey de España, se había vuelto él mismo como Español; y para expresar, sobre este hecho, sus sentimientos de manera más enérgica, acostumbraba decir: « Si quiero a Francia como a mi familia, tengo devoción a España como a mi religión. »
Datos biográficos del autor.
Abel Hugo, (Paris 1798 - Paris 1855) era el hijo mayor de Léopold Hugo, así como hermano de Eugène y Victor. Después de estar un tiempo estudiando en el Real Seminario de Nobles de Madrid en 1811, pasó a la Casa de Pajes de la Corte del rey José I en 1912. No volvió inmediatamente a Francia con su madre y sus hermanos. Su padre le dio misiones importantes en el ejército en los momentos difíciles de las retiradas de 1812 y 1813. Mostró su valentía en la defensa de la capital. Después del desastre de Vitoria en la última retirada de los Franceses, cruzó la frontera en septiembre 1813 y, en Pau, esperó en vano poder volver a España. De vuelta a Paris, fue escritor, periodista e hispanista. Escribió Histoire de la campagne d'Espagne en 1823 (Paris, Delaunay 1823 et Lefuel 1824); Souvenirs sur Joseph Napoléon publicado en la Revue de deux Mondes de 1833. Recopiló una enorme cantidad de informes militares para publicar France militaire: histoire des armées françaises de terre et de mer, de 1792 à 1837 (Paris, Delloye: 1838). Fundó la revista Le conservateur littéraire y fue profesor de español en la Société des Bonnes Lettres de París. Hizo traducciones, destacando su traducción al francés del Romancero e historia del rey de España don Rodrigo, postrero de los godos (textos recopilados en lenguaje antiguo, Paris 1821) y de los Romances históricos (1822). También es autor del vaudeville Les français en Espagne (1823). Su obra Histoire de l’Empereur Napoléon, la escribió en francés y en español (Paris: Perrotin, 1833 y Barcelona: Oliverés y Gavarró 1839). Se casó con Louise, Rosa, Julie Duvidal de Montferrier y tuvo dos hijos. Mantuvo cierta correspondencia con José Bonaparte en el exilio, aceptando éste último ser el padrino de uno de sus hijos: “Philadelphia, el 25 de noviembre de 1835. Su carta del 5 de septiembre me ha seguido por estos lugares lejanos; no se suelen hacer a proscritos tales peticiones: por la rareza del hecho, acepto ser el padrino del nieto de mi amigo el general Hugo...”
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