Los apóstoles
A los años de 1884 y 1885 en el peculiar sistema de la Restauración les tocó ser conservadores y a Cánovas dirigir el gobierno. Intentó que Romero Robledo ocupase el asiento de la presidencia pero no hubo forma de convencer ni a su partido ni al rey.
El cargo de Gobernador Civil de Madrid se le adjudicó a Raimundo Fernández Villaverde, al cual, aparte de los que eran presumibles, le salió un problema añadido y que seguramente no esperaba: los llamados apóstoles, unos sanadores, curanderos, ensalmadores… que le complicaron un poco la existencia.
Sería largo explicar detenidamente la situación de España en aquel bienio. Solo señalar que, aparte de los problemas clásicos y prácticamente endémicos, el tímido aumento económico de periodos anteriores sufrió un estancamiento. En lo internacional se iba adivinando la pérdida de las colonias americanas. Los fusilamientos de Gerona de los militares pro-republicanos, pasaban factura al Gobierno conservador… Se puede concluir que, como casi todos los de fines del XIX, fueron años duros. Incluso las navidades de 1884 se celebraron con un terremoto en Andalucía que dejó más de mil muertos y el año siguiente nos trajo la temida epidemia de cólera.
La historia de los apóstoles comienza en Madrid a fines de junio 1884. Los protagonistas, rápidamente llamados así, estaban instalados desde mediados de ese mes en la calle del Doctor Fourquet número 26,en un piso cedido gratuitamente por un sastre que les estaba agradecido por una cura[1], y, aparentemente, ya habían estado un tiempo en algún sitio no determinado de Chamberí [2].
Estos individuos eran Vicente Rocafull, de 50 años, oriundo de Valencia; Juan Jiménez Colomo, 60, sevillano y Rafael Vico Jiménez de 18 y de Granada y ejercían de curanderos. Su especialidad era sanar a la gente a golpe de agua que proporcionaba el enfermo, y a la cual echaban el aliento. Aderezaban la sesión con rezos, Interpelaban a la enfermedad en primera persona, y poco más.
Como se ve todo era absoluta y aparentemente inocuo, ítem más porque no cobraban ni un duro. Se conformaban con invitaciones a comer y ropa usada, negándose siempre a recibir dinero[3]. Ni que decir tiene que estas cosas en tiempos de carencia y en los que la sanidad distaba muy mucho de ser asequible para los más desfavorecidos, tienen un éxito mayúsculo. Y aquí comenzaron los dolores de cabeza del señor Gobernador de Madrid.
Las voces corrían más allá de los límites de Lavapiés y contaban que estos “santos” curaban todo aquello que los médicos eran incapaces de arreglar, desde un mal de estómago hasta las piernas de un tullido. La América se hace eco del caso de una niña impedida que tras ser “saludada” corrió tras una naranja que rodaba por el suelo[4].
Entre sus poderes estaba, igualmente, la adivinación. Así también La América cuenta el caso de un individuo que tenía los dos brazos paralizados y al que sólo sanan el izquierdo porque en su juventud había alzado la mano derecha a su padre, o el de una mujer cuya hija se negó a beber en su casa el agua en que había soplado el curandero, vertiéndola en un tiesto con una planta mustia. Pasado el tiempo la planta se pone rozagante y la joven cada vez mas enferma. Cuando acude a pedir ayuda nuevamente, ocultando lo ocurrido, ellos la dicen lo que hizo y anuncian que su hija morirá en veinte días, que son las flores nuevas que ha echado la planta desde que fuese regada con el agua bendecida.
Se tenían por meros propagadores de la fe cristiana no dando a sus curaciones mayor mérito. Mantenían la teoría de que los males, como los humanos, tienen alma y que su ciencia consistía en charlar con el espíritu de la enfermedad para convencerle de que abandonase el cuerpo del mortal. Rechazaban el espiritismo, aunque esto no impide que Vicente Rocafull le asegurase al periodista de El Imparcial que hacia poco que había mantenido una charla con el espíritu del Cardenal Cisneros[5].
Se especuló[6] con que formaban parte de una secta de doce (de aquí el nombre), con origen en Sevilla, y que su instructor era un farmacéutico cuya biblioteca había servido para enseñarles la ciencia. La tal farmacia no existía al tiempo que acontecen estos hechos y los doce, decían, estaban dispersos por el orbe, uno de ellos en El Cairo intentando atajar la epidemia de cólera. Y tal vez no fuese mentira lo del “embajador” en Egipto porque La Correspondencia de España del 26 de julio da razón de la existencia allí de un apóstol similar a los madrileños ejerciendo con gran éxito.
La cantidad de “fieles devotos” era numerosa y crecía. Tenían tal predicamento que no se admitía la crítica en contrario, y a un boticario que se le ocurrió hablar mal de ellos y sus métodos se le apedreó el establecimiento, no dejándole ni un cristal ni un frasco sano y a su mujer con lesiones[7].
La bomba estalló el 27 de junio, cuando a las dos de la madrugada la gente empezó a hacer cola para ser atendidos a las nueve de la mañana, hora en que abría la consulta. Se rumoreaba que se iba a clausurar el despacho y a las once la calle del Doctor Fourquet estaba taponada por seguidores que se peleaban por un puesto en la fila. Sucedió lo lógico, la intervención de la autoridad pública, y fue tal el lío que se precisaron representantes de primer orden. Aparte del Coronel Oliver, de Palma, su ayudante, del Teniente del Cuerpo de Seguridad, y de una cantidad considerable de agentes tuvo que hacer acto de presencia el mismísimo Fernández Villaverde.
El orden público no era el único motivo para la intervención de las autoridades ya que el Subdelegado de Medicina de la zona había presentado denuncia. Obviamente los médicos no estaban dispuestos a perder clientela.
Las autoridades decidieron que lo más consecuente era trasladar a los curanderos al Gobierno Civil. Los devotos se lo maliciaron y la bronca creció: mujeres arrodilladas suplicaban que no fuesen detenidos, otras se abalanzaron sobre el Coronel Oliver y le destrozaron la levita y alguien lanzó un botijo a la cabeza de su auxiliar dejándole fuera de juego.
Fueron necesarios ochenta guardias para arrestarlos. A dos los llevaron caminando entre gritos y amenazas a los agentes por parte de los aglomerados, mayoritariamente mujeres[8], y el tercero, Rafael Jiménez, por ser menor, fue introducido en el coche de Villaverde, vehículo que no se libró de golpes y patadas que causaron diversos desperfectos.
La masa inicial crecía por momentos y cuando llegaron a Gobernación habría unas ochocientas personas pidiendo libertad para los ensalmadores. Pero lo que decidió Fernández Villaverde, tras interrogarles, fue mandarlos a la Cárcel Modelo. Para ello se dispuso una compañía de guardias, armada con carabinas Eran ya las cinco de la tarde y el gentío pasaba de mil personas alteradas, insultando y apedreando a los agentes, que desenvainaron varias veces los machetes para poder avanzar.
Se supo que las temibles cigarreras preparaban una manifestación para pedir libertad para los reos y el Gobernador se trasladó a la Fábrica de Tabacos para calmarlas y evitar una algarada mayor.
De nuevo llevaron a los presos al Gobierno Civil y de madrugada se les liberó por no apreciarles más delito que el de intrusismo profesional lo cual no justificaba los desordenes que se estaban dando. A cambio se les impuso el destierro de Madrid. Se avinieron los dos mayores, no así Rafael que quería seguir ejerciendo aquí.
A esas horas había comenzado una pelea política y social donde la prensa se volcó de lleno. De todos los lados del espectro ideológico se utilizó a estos personajes como arma arrojadiza. Lo más criticado fue la incultura y el atraso achacados a sus seguidores. Chocaba que en un siglo de progreso para unos y de descreimiento para otros se diese este brote de fanatismo que creía a pies juntillas en la curación por medios tan inverosímiles como un soplo en un vaso de agua. El Liberal indica que estos personajes son comunes en las zonas rurales, pero no en la capital, y hace votos para que Madrid no se contamine con la superstición[9].
Para unos era el ejemplo del caos al que conducía el sistema político y el gobierno conservador. Por ejemplo La República dice “Milagros, asesinatos, suicidios, ejecuciones en garrote, fusilamientos, curanderos, estafas, desfalcos, crueldad, miseria, ignorancia, superstición y despilfarro por saciar salvajes instintos: he aquí lo que España ha conseguido desde 1875. ¿Puede aspirar a más un pueblo de África? ¡Pobre España!”[10]. Desde otro el otro lado La Unión decía “El pueblo necesita creer en algo, y cuando le arrancan las creencias religiosas y saludables da en estas otras a todas luces malas”[11]. A lo cual respondían en El Globo con “Hoy se pone en libertad a los apóstoles de Lavapiés; en los siglos XVII y XVIII hubiesen sido tostados en las hogueras de la Inquisición, o hubieran sido conducidos en triunfo a algún convento para milagrear por contrata”[12].
Ortega Munilla dijo que lo que suministraban era imaginación y fe, algo suficiente para curar en un tiempo sin pan, para acabar sentenciando que el nombre real de los tres apóstoles es conocido desde hace siglos: “superstición, ignorancia y miseria”[13]. En Los Dominicales del Libre Pensamiento preguntan sobre la real diferencia entre los apóstoles bíblicos y estos, llegando a especular sobre si las generaciones futuras acaben adorando las reliquias de los de este siglo[14] y La Discusión carga directamente contra el Gobierno al decir “Ha hecho bien el Sr. Villaverde en echar de Madrid a los tres apóstoles, para que aquí no quede en esta época nada que recuerde al Evangelio”[15]. Para El Día todo es producto de una sociedad sin educación y no sólo es el pueblo llano, el ignorante porque hay más casos de “oscurantismo” en la sociedad madrileña, citando a una echadora de cartas ubicada en el centro y con nutrida clientela.
No faltó quien le viese la vena cómica al asunto y proclamase que si el agua de los apóstoles era tan milagrosa lo que había que hacer era suministrarla a los gobernantes para que atinasen a curar los males patrios[16]. Incluso se estrenó en el Teatro del Príncipe Alfonso una obrilla teatral humorística llamada “Los Apóstoles” que hacía mofa del asunto y que no tuvo éxito.
Volvamos con nuestros protagonistas. No se les podía desterrar inmediatamente porque antes debían responder ante la justicia por desacato a la autoridad. Esa noche no se les dejó entrar en Lavapiés y pernoctaron dos en el nº 12 de la Ribera de Curtidores, separándose el más joven yéndose a otra casa.
Mientras, a la vuelta del Rey hacía Palacio desde la iglesia de Atocha, varias mujeres se le postraron al paso para pedirle clemencia por los milagreros, consiguiendo hacerle llegar un memorial firmado por ochenta personas.
A primera hora de la mañana la casa del Rastro estaba llena de gente cotilleando y custodiando a sus ídolos, a los cuales la policía se llevó por una puerta trasera. Hubo, otra vez, complicaciones callejeras. La muchedumbre corrió hacia Gobernación para descubrir que no estaban allí sino en los juzgados.
El peregrinar callejero siguió porque del juzgado fueron a parar al piso tercero del número 14 de la calle de la Paloma, sitio prestado por un hombre agradecido por la sanación de su mujer y que llevaba gastado en médicos cincuenta y cinco mil reales sin resultado alguno. Y aquí ¡como no! las escenas fueron parecidas a las vividas anteriormente. La situación era tal que José Almendra periodista de El Globo tuvo que soportar la persecución de parte de la gente pidiéndole milagros por medio de la calle al tomarle por uno de los curanderos [17].
Finalmente, ese primero de julio y previo desembolso de veinticinco duros por parte de Fernández Villaverde[18], para evitar más líos, se les mete con discreción en el tren. La Época, intenta defender al Gobernador, diciendo que se habían ido voluntariamente y temerosos de ser atacados por el pueblo que les acusaba de poder propagar el cólera[19].
Ya fuera de Madrid, el 9 de julio se recoge la noticia de que uno ha sido preso en Sevilla por seguir con las curaciones. Hacia el día 20 se dice que otro ha sido visto mendigando en Alcoy[20]. Rafael Vico aparece en Sevilla cuatro días más tarde asociado a otros tres socios diferentes, pasando todos a disposición judicial incluido el propietario de la casa donde ejercían. A Vicente Rocafull le duró poco el destierro: En agosto estaba otra vez en la calle del Dr. Fourquet, 32, donde se le detiene[21].
A fines de mes aparecen insistentemente en los papeles y con una diferencia: la protección de una dama de la aristocracia[22]. Esto marcará una inflexión en la historia: La autoridad no tiene tanta prisa en resolver el asunto. Parte de la prensa (La Iberia de 20/09/1884) dice que hay parejas de la Guardia Civil destinadas a controlar el orden público, pero con orden de no impedirles ejercer ¿Los médicos habían perdido un combate a causa de preferencias de la aristocracia? Pues parece ser que sí.
Ahora atendían en una especie de corral al final de Ferraz en las cercanías de la Cárcel Modelo y la gente acudía, botella de agua en ristre, bajo la atenta mirada de los guardias. El Globo protesta: “Ahora se ha impuesto la aristocracia que sigue como a principios de siglo identificada con el vulgo, y que como él dedica la mañana de los domingos a la iglesia y la tarde a los toros. Por eso los guardias civiles que antes habían atado corto a los apóstoles, hoy los defienden y velan por su industria y regularizan el despacho”[23].
El revuelo de turno, hizo que Villaverde recurriera a la prensa para defenderse y aclarar que los guardias ni les protegían ni controlaban, y que su misión no podía extralimitar la retención más allá de veinticuatro horas pero, además, se acababa de ordenar el arresto[24].
Si leemos La Correspondencia de España de 21 de septiembre vemos que la cosa no era exactamente como decía el Gobierno. Había habido una denuncia del Subdelegado de Farmacia de Centro, esta vez acompañada por la de un médico y otra vez se había alterado el orden público, ahora en Tudescos, donde se les detuvo cuando abandonaban la casa de una seguidora a la que habían ido a curar de una ceguera y, aunque en menor grado, se repitió la escandalera.
Pasa algo de lo que nos enteramos en el momento de la intervención policial: Estos apóstoles son otros. Esta segunda tanda la componen Fernando González López de 40 años natural de Vizcaínos (Burgos), Tomás Gadeo Ballester, de 47 y de Alfar de Polop (Alicante) y Juan García Serrano, de 40 y de Villanueva del Rosario en Málaga. Vivían en la calle de Embajadores, dos en el 58 y otro en una casa cercana. Que eran distintas personas estaba claro, pero no así si formaban parte de la misma secta.
Clama La Época pidiendo la intervención de la Iglesia, que hasta ahora callaba, para que los desautorice y conseguir que disminuya el número de incautos seguidores[25]. La sospecha de que estaban protegidos por aristócratas sigue en la prensa liberal que acusa a conservadores y católicos de actuar con doble rasero con lo pasado meses atrás y lo actual; también por tratar de masa ignorante e inculta a los que los seguían por las calles y callar sobre los protectores pudientes.
El Motín pide que se les deje ejercer libremente porque cuando la gente vea que sus métodos no funcionan caerán en la cuenta de que su superchería es la misma que la de los bíblicos y que la única cura es la de la medicina real, así pasaría que “Adiós entonces a los exvotos que cubren las paredes de las capillas dándoles el aspecto de una sala de disección; adiós con ellos la cera ofrecida por el doliente para alumbrar al santo milagroso, y la limosna al cura para que en misa impetre el favor del bienaventurado”[26]. Por su parte La Ilustración Católica afirmaba que esta plaga de milagreros obedece a “la política revolucionaria” y reconoce seguidores entre las clases altas. El Globo critica al Vaticano por el celo que pone en condenar al reino de Italia y a los liberales, y la tibieza que muestra en estos otros casos[27]. La República en 11 de octubre, se pregunta si existe alguna diferencia entre creer en el poder del agua magnetizada o ir a rezar a la reliquia de un santo milagrero. A lo que contestaba La Ilustración Católica que esto pasaba por haber dado la espalda a Cristo y que “El que no vea claro este estado del mundo moderno, merece ser clientela de los Apóstoles” [28].
Tras una noche en prevención los nuevos ensalmadores pasaron a disposición judicial. La vista se celebró con gran asistencia de público de todas las clases sociales, nobles incluidos, y acabó con absolución para dos de ellos y condena a Juan García, considerado el principal de los tres, por un delito de faltas a pagar las costas y a una multa de 15 pesetas, una cantidad pequeña que les hubiera sido fácil abonar, pero el condenado recurrió al igual que el fiscal.
La apelación fue el 10 de octubre y constituyó otra muestra de fervor popular. Desde una hora antes ya estaban las dependencias judiciales llenas. El fiscal basó sus argumentaciones en que estos hombres ejercían la “ciencia de curar, sin título y con engaño y astucia, como era la suposición de magnetizar el agua por medio de oraciones”[29]. Los acusados, en su turno, no hablaron, salvo Fernando González, para señalar que eran víctimas de una persecución injustificada. El defensor intentó demostrar que sus clientes no prescribían medicinas, simplemente usaban agua y no cobraban cantidad alguna y que, por lo tanto, no ejercían la medicina, llegando a decir “¿Que sabemos si andando el tiempo el procedimiento que estos hombres emplean para curar las dolencias será puesto en práctica? ¿No pudiera ser el tal procedimiento el primer paso en la revolución de la ciencia médica?”. Esta pregunta y la aprobación que tuvo por parte de la población hicieron que se dijese que habíamos llegado al colmo del absurdo y a la apoteosis de la ignorancia.
Hubo absolución, estimando que no se alteró el orden público, sino aglomeración de gente y, en todo caso no eran responsables los inculpados. Con respecto a sus métodos se consideraba que el agua magnetizada con oraciones no podía considerarse medicina. Por tanto no estaban ejercitando la ciencia médica, con lo cual y a la vista del Código eran inocentes. Los apóstoles desde allí mismo y con la sentencia debajo del brazo, sin perder el tiempo, se fueron a la casa del conserje del juzgado para curar a su hija de una enfermedad ocular[30].
Nuestros tres protagonistas pasaron a vivir en una casa cedida por una dama distinguida en la calle de Fuencarral, donde establecieron un nuevo consultorio, frecuentado por todo tipo de público. Allí, entre la clientela “los sombreros de copa se mezclan con las gorras, y los velos de encaje con los pañuelos a la cabeza”[31]
Pero el número de sanadores crecía y mientras se sustanciaba la apelación que acabamos de ver, en la calle de Espíritu Santo, 22, se arrestaba a otros entre los que se encontraban dos de los del comienzo de esta historia: Rocafull y Juan Jiménez.
De nuevo juicio y expectación popular. Se contaron hasta diecisiete testigos voluntarios para certificar que habían sido curados[32]. Estos otros procesados hicieron hincapié en que ellos no tenían nada que ver con el agua magnetizada, que la suya la daban “tal cual sale de la tinaja de mi casa. La oración y la fe y nada más que estas son las que curan a mis clientes”. La defensa aprovechó las mismas argumentaciones que se habían hecho en el juicio de los otros curanderos y la acusación pidió un mes de arresto por abuso de la incredulidad del público. Ahora la sentencia fue de culpabilidad. Juan y Rafael apelaron y el fiscal municipal del distrito Centro aprovechó para recurrir la absolución de los otros apóstoles.
Así en este mes de octubre nos encontramos con, al menos, cinco apóstoles divididos en dos grupos, todos procesados, unos absueltos y otros condenados por juzgados diferentes: uno de instrucción y otro municipal y en ambos casos se invocaba el mismo artículo del Código Civil, obviamente con lecturas contrapuestas.
Cuando llega la revisión del juicio de Juan y Rafael se aprecian diferencias en las reacciones populares. Ya hay discrepantes entre el público con enfrentamientos entre defensores y oponentes[33]. Había empezado la decadencia de los apóstoles. Se confirmó la sentencia de condena, mientras en el otro juzgado el fiscal del Supremo interponía recurso de casación contra la sentencia absolutoria. En 22 de diciembre el Supremo ratificaba la absolución sin dar la razón al fiscal.
Todo indica que la existencia de los dos grupos más una serie de imitadores fueron los elementos detonantes de su ocaso y de la pérdida de credibilidad entre su clientela.
Sea como fuere desaparecen de la escena madrileña. Las citas, cada vez más espaciadas, los sitúan en diferentes puntos de la geografía nacional sin que sepamos con precisión de cuales son o incluso si son suplantadores. Con motivo de la epidemia de cólera aparen, especialmente en la provincias levantinas, y, como fuese que la gente empeorase con sus métodos de curación no consiguen establecerse en ningún sitio de forma mínimamente estable.
Finalmente ocurre que se convierten en vagabundos que van rondando de pueblo en pueblo, subsistiendo como buenamente pueden y abandonando cada población según se les denuncia por parte de los médicos o les expulsa la guardia civil.
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