Apresúrese a ver... Madrid
El 20 de enero de 1973, hace por tanto 41 años, la revista “Triunfo”, sacó a los kioscos su número 538 con un artículo del eminente psiquiatra Carlos Castilla del Pino (1922-2009). Pero no era un artículo sobre enfermedades mentales, pues este médico, al igual que Cajal o Marañón, también tenía amplias inquietudes humanísticas. “Apresúrese a ver Córdoba” denunciaba las tropelías que se cometían en esta ciudad andaluza contra sus edificios históricos, y sigue siendo de plena vigencia para nuestros días y para otras muchas ciudades.
El artículo tuvo una amplia repercusión en medios intelectuales, y a pesar del intento del gobernador civil de Córdoba de hacerse con todos los ejemplares que circulaban por su jurisdicción, las fotocopias facilitaron que el asunto fuera la comidilla de los cordobeses en cuestión de horas. Gracias a este “escándalo” pudo abortarse a tiempo la demolición del palacio del marqués de Benamejí.
Cambiamos por un día el Manzanares por el Guadalquivir, pues como decimos es un asunto de plena actualidad y válido para Córdoba, para Madrid, para el Cairo y para Tokio. Transcribimos tal cual el artículo de “Triunfo”, revista que además puede consultarse en la totalidad de sus números en la página web Triunfo Digital de la Universidad de Salamanca.
Salvo excepciones, cualquiera estaría dispuesto a aceptar que el hecho de que España no hiciese a su debido tiempo la revolución industrial constituye una desgracia irreparable. España -la faz de España- sería, con la mayor probabilidad, distinta, como lo fue tras la invasión árabe, y luego tras la Reconquista cristiana. Pero la negatividad que supone el no haberse incorporado en su momento nuestro país a lo que fuera el requerimiento industrial europeo, podría ofrecer hoy día una contrapartida positiva en algún sentido, a poco que existiese una mínima sensibilidad histórica: el desarrollo económico actual podría hacerse -debería nacerse, mejor dicho- de manera que fuese compatible con la pervivencia del pasado y de los caracteres mismos de la ciudad, que la hicieron cuando menos habitable.
A mí me interesa el pasado -las huellas de nuestro pasado- no sólo a modo de adorno que ofrecemos a nosotros mismos y a los que nos visitan, cosa de por sí bastante importante. Me interesa que el pasado perviva en nuestras ciudades y pueblos, porque, paradójicamente, satisface necesidades elementales que la nueva ciudad está lejos de dar cumplido fin. Me refiero al hecho de que estas ciudades y pueblos sigan siendo habitables (cuando grandes masas los despueblan es «por otra» razón). Porque resulta que esas elementales instancias que son el vivir en relativo silencio, pasear, contactar uno con otro en tanto personas, o sea, como conciudadanos, sólo es factible allí donde la ciudad todavía existe en tanto fue hecha por y para los hombres. Así se explica el comportamiento de tantos de nuestros emigrantes, que salen de sus tierras ante la imperiosa necesidad de subsistir, pero que una y vez regresan a las mismas, aunque sea pasajeramente, precisamente para convivir, porque esto del mero convivir emerge como necesidad, una vez que la de subsistir ha sido satisfecha. Posiblemente, ciudades como Écija, Antequera o Ronda, Cáceres o Trujillo, Plasencia, Ciudad Rodrigo o Cuenca, Toledo o Salamanca, por sólo citar unas pocas, no han sido edificadas de acuerdo a la acepción actual del vocablo «planificación». La ciudad, creo, se hizo, o mejor, se fue haciendo concorde con necesidades de toda índole, que van desde la climática y la defensiva a la artesanal y profesional. La consecuencia de todo ello es que cada ciudad de esta índole tiene el carácter que le es propio, o sea, su individualidad. En manera alguna, hay homogeneidad -ni siquiera entre pueblos de una misma comarca o región, aunque, con toda suerte de aproximaciones, pueda hablarse del pueblo andaluz, castellano o gallego-, porque la identidad entre ciudades, como entre individuos, sólo puede ser expresión de la más opresiva forma de alienación, impuesta, desde luego, por unos pocos. Hoy, sin embargo, se tiende a la ciudad-igual, y las colmenas inhumanas lo mismo se edifican en Torremolinos o Sitges, a cien metros del mar, que en Badajoz o Segovia. El resultado de todo ello es el divorcio ostensible entre lo que la ciudad es y lo que debiera ser a tenor de los factores ecológicos, sencillamente porque la ciudad se planifica al margen de los ciudadanos, en armonía con los exclusivos intereses de un grupo de ellos.
Córdoba era una ciudad -y todavía lo es en alguna medida, aunque el futuro próximo se muestre en este sentido con tintas sombrías- que se podía habitar. Pero está dejando de serlo en virtud de una hábil y sutil maniobra. Se ha considerado un recinto monumental, y fuera del mismo se deja hacer, dentro de unas limitaciones que no son suficientes para evitar la pérdida del carácter que le ha sido propio. Pero Córdoba no será la misma porque se respete (?) el mínimo círculo de la judería y el que circunda a la Mezquita. El carácter de Córdoba está también en el barrio de Santa Marina, en la Piedra escrita, en el conjunto de Santa Marta o de San Francisco, en la extensa área que comprende San Pedro, la calle de la Palma, de Alcántara, del Aceituno, la de Santiago y del Sol, el ámbito de la Magdalena ... Mi experiencia de «guía» durante los años que hace que vivo en Córdoba, me ha deparado siempre, ante visitantes que ofendería denominándoles turistas, que estas zonas aludidas y muchas más muestran el notable contraste entre lo que fuera remotamente la Córdoba árabe y judía y lo que ha sido la cristiano-popular, salpicada de palacios y casas solariegas de la aristocracia rural. Usted puede pasear esta Córdoba, sentarse en algunas de sus plazas, vivir la experiencia del testimonio directo de sus habitantes, sencillamente porque el «hábitat» hace posible todavía hablar con el que pasa. Usted puede vivir la propia evolución histórica de la ciudad, las modificaciones sociológicas habidas, merced a los distintos signos que entre sus calles se ostentan. Porque la Historia no debe estar meramente en museos y archivos, sino que, allí donde ha sido respetada, está sobre todo en la propia ciudad.
Córdoba está, como he dicho, dejando de ser. Y hay que reputar su devastación, ante todo, a la especulación del suelo. Pese a las tímidas limitaciones impuestas, sobre todo en lo que concierne a la altura, han sido sacrificados ya los palacios del conde de Priego (siglo XVI), del conde de San Calixto (XVIII), del marqués de Valdeflores (XVIII), del vizconde de Miranda (XVIII), del marqués de la Fuensanta del Valle (XVI), la casa de los Ceas, popularmente conocida como «Casa del Indiano» (del xv); el Ayuntamiento (siglos XVI-XVII) y un conjunto de casas solariegas que sería prolijo enumerar (por ejemplo, en la plaza de San Juan, en la calle de San Pablo, en la Trinidad, etcétera). No sólo son pérdidas irrecuperables en tanto edificaciones simbólicas del pasado, que podrían ser perfectamente utilizadas hoy, sino que la misma espacialidad que tales edificaciones conlleva ha sido definitivamente perturbada. Tras la torre de la Malmuerta -algo semejante a lo ocurrido con la torre de Valencia en Madrid- se alza un bloque de pisos. La plaza del conde de Priego, para citar uno de los más graves ejemplos de destrucción inimaginable, era realmente un asombro: el palacio formaba un ángulo recto, con sus dos fachadas de una sobriedad impresionante; otro lado del rectángulo lo forma aún la fachada del convento de Santa Isabel, con ventanales de celosía a unos ocho o diez metros sobre el suelo; al frente, la iglesia de Santa Marina cerraba parcialmente el espacio apenas iluminado, de manera que la vivencia habitual, apenas anochecido, venía a ser una mezcla de recogimiento y temor. La destrucción comenzó emplazando allí el monumento a Manolete, horrendo pisapapeles de tamaño descomunal, que tiene el honor de figurar en la antología del mal gusto mundial. (Véase Gillo Dorfles, “Kitsch. An Antology 01 Bad Taste”, Studio Vista, London, 1969, página 84. Tras el primer plano del monumento, puede ver el lector parte de la fachada del palacio desaparecido.) Hubo entonces una oposición encubierta a que a Manolete se le erigiese un monumento, y luego, a su emplazamiento. Recuerdo que su elevación se hizo gracias al producto obtenido de una corrida en la que hubieron de lidiarse once toros, amén de una charla de aquel inefable académico que se llamó en vida don Federico García Sanchiz: el buen sentido del público hizo callar a tan ilustre charlista apenas abrió la boca para emitir toda suerte de tópicos acerca de «la Córdoba de Maimónides y de los Abderramanes», y le obligó a limitarse a contemplar la corrida como uno de tantos y a que le dejara en paz. Pero el monumento se hizo. Y cuando un cordobés sensato -«discreto», diría Baroja-, con toda suerte de precauciones, hizo una tímida protesta a que a Manolete se le erigiese tamaño artefacto, en esta ciudad en la que Séneca, Lucano, cualquiera de los Emires y Califas, Maimónides, Albucasis y varias docenas más de ilustres nacidos, no poseían aún nada que los hiciese recordar, alguien salió con la razón: «Es que ésos no eran católicos ... ». En una segunda etapa, el propio palacio ha sido demolido para edificar en su lugar una casa de pisos, eso sí, de corte seudoandaluz, con el aire de alegría estúpida quinteropemaniana que nada tiene que ver con lo que quiera que sea eso que, por llamado de alguna manera, denominamos «lo andaluz» (es curioso que el descubrimiento de la lógica tristeza y la seriedad del andaluz, que se corresponde tanto con el «cante jondo» cuanto con Bécquer, Machado, Lorca o Juan Ramón Jiménez, tuviera que ser entrevisto gracias a extraños tales como Borrow, Baroja u Ortega, entre otros).
En ocasiones, antes de la destrucción-construcción, se obliga a la empresa, como si fuera una exigencia drástica, a que respete la fachada, y así vemos surgir engendros de pisos tras la fachada del ya demolido palacio del vizconde de Miranda; o tras la casa del Indiano, un artificioso decorado muy propio para un film de Imperio Argentina o Lola Flores.
Cualquier ciudad del mundo habría encontrado usos para estas edificaciones, desde grupos escolares -Córdoba, tan necesitada de ellos- y Colegios Universitarios, hasta bibliotecas públicas, salas de concierto, teatro municipal, incluso hoteles o mesones, si no mediante el interés económico, capaz de convertir en solar útil, si se le deja, a la propia Mezquita. Hoy están en peligro inmediato, por ejemplo, la casa del marqués de Boil y el soberbio palacio del marqués de Benamejí, que conserva todavía intactos incluso los jardines descritos por Baroja, a principios de este siglo, en “La Feria de los discretos”, y que ha sido durante años Escuela de Artes y Oficios.
Para calmar sin duda la mala conciencia ante los hechos someramente apuntados, en Córdoba ha entrado la peligrosa obsesión reconstructora. Es muy probable que nuestros «reconstructores" consideren salvajes a los ciudadanos de Roma, que no han rehecho el Foro o el Coliseo, o que estimen indolentes e incultos a las atenienses, que no han tenido interés en reconstruimos el Partenón, dejando los fragmentos del mismo esparcidos por la Acrópolis. Aquí, en Córdoba, no se trata de dejar a las ruinas en condiciones, todo lo más, de que no se arruinen más: eso se estimaría en poco. Hay que hacer de nuevo -absolutamente de nuevo- la Sala del Trono del palacio de Medina Azahara, hasta ofrecemos una ridícula parodia de lo que fue; hay que hacer íntegramente de nuevo el inmenso templo romano, aunque, desde luego, con columnas de escayola y capiteles de lo mismo; hay que hacer de nuevo la totalidad de las almenas de la muralla del Alcázar y construir un foso escuálido, capaz de ser saltado por un infante en jolgorio, porque -como me dijo el teniente de alcalde de su momento- «después de dos inviernos, ¿qué americano sabe que esto que hacemos no tiene más de quinientos años?"; hay que estropear definitivamente la puerta de Sevilla, único resto de arquitectura militar visigótica que poseemos, con bloques de piedra simulada; hay que pintarrajear de colorines absurdos la portada románico-ojival de la capilla mudéjar de San Bartolomé, o hacer que nos sonrojemos ante los que, al visitamos, nos preguntan: «¿Pero, qué es eso?», cuando contemplan la horripilante fachada del Hospicio (hoy Diputación), estucada para simular mármoles veteados. Y así sucesivamente.
Imagino que una ciudad plantea innumerables y muy complejos problemas, sobre todo en etapas socio económicas de transición. Pero ha de haber, necesariamente, forma de resolverlos, y se podrá aprender, sin duda, en Roma, en Florencia, en Pisa, Urbino, Siena, o simplemente recurriendo al buen sentido. Cuando hablo de que se respete la huella del pasado, no estoy defendiendo la pervivencia de la miserabilización que, para las actuales exigencias, ofrecen sin duda muchas muestras de arquitectura popular, como las clásicamente denominadas casas de vecinos. No planteo el problema en alternativa, y, desde luego, ignoro cuál sea su solución racional. Quiero simplemente llamar la atención sobre que no es permisible -perdón: no debiera ser permisible- que una ciudad se destruya ante nuestros ojos, y con una rapidez que no hace honor a la tan cacareada apatía de los españoles. Probablemente, la mayor parte de los que colaboran en esta tarea pertenecen al grupo de los que hablan reiteradamente de «valores eternos» y sitúan a España como «reserva espiritual de Occidente». Nunca se dio tan ostensible desparpajo entre la espiritualista retórica al uso y la práctica utilitarista. A lo peor, hablando como hablo, se me incluye, una vez más, entre los que forman en el grupo de esa curiosa entidad que ellos mismos denominan «anti-España».
Alberto Moravia dijo hace años que Córdoba era la ciudad más bella del mundo. Por principio, hay que considerar esta frase inexacta. Sólo en un arrebato disculpable puede emitirse, porque, de hecho, nadie, ni Moravia, ni Fidias redivivo, posee una vara para dictaminar sobre medidas estéticas. Yo me limito a decir que Córdoba me parecía muy bella y que, para mí también, no era intercambiable. Si usted, querido lector, pretende tener idea de lo que Córdoba era nada más que hace diez años, ha de apresurarse. Porque de algo de lo que fuera puede no quedar huella alguna cuando venga, o, por el contrario, puede hallado todavía, pero bajo la forma de esperpento.
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