Breve Historia de La Gran Vía. Una grieta de modernidad en un viejo caserío asfixiado

La villa de Madrid, corte desde 1561, sin embargo no lo parecía a mediados del siglo XIX. Callejas estrechas, un caserío apelmazado y mezquino, poca salubridad y ventilación diferenciaban nuestra villa de otras capitales europeas. Durante el reinado de Isabel II (1833-1868), que fue la época en la que más reformas se propusieron para la villa, se empezó a vislumbrar la posibilidad de crear una Gran Vía que abriese una grieta de modernidad en el inalterable plano de Madrid. Inalterable por el casi nulo crecimiento de la villa, constreñida en sus cercas, en los anteriores doscientos años.

El proyecto de ensanche de Carlos María de Castro se presentó en 1860, y en 1859 se inició la profunda reforma de la Puerta del Sol. Era inevitable construir una Gran Vía. Y la primitiva Gran Vía sería creada como consecuencia de la reforma citada. Se prolongaría la calle de Preciados, ya ensanchada en su tramo entre la Puerta del Sol y la plaza del Callao, y llegaría hasta la entonces plaza de San Marcial. La idea es de 1862, y algo se empezó a hacer. Algunas expropiaciones, y -cito a Peñasco y Cambronero, en su artículo referido a la desparecida calle de Peralta- “la casa números 6 y 8 forma una rinconada, porque se construyó el año 1862 para alinear una gran vía que pensó hacerse desde la Plaza del Callao hasta la de San Marcial”. Lo anterior fue escrito en 1889, y ya entonces había otro proyecto, firmado en 1886 por Carlos Velasco y Peinado. Esta idea, ya más factible y ambiciosa, fue la que condujo a Felipe Pérez y González a escribir los versos de La Gran Vía, a los que puso música Federico Chueca, y con ello dieron una de sus obras maestras al Género Chico. Esta vez, la Gran Vía nace y finaliza casi en los mismos lugares que en la actualidad, pero siguiendo una línea recta. Se formaría una glorieta en el cruce con la Corredera Baja de San Pablo y, al final, tras un brusco giro hacia la izquierda a la altura de la calle de Amaniel, enlazaría ya con la plaza de San Marcial. Pero, tampoco. En este caso, la extraña legislación sobre expropiaciones tuvo la culpa. En 1898 de nuevo el Ayuntamiento recoge el proyecto, y se lo entrega a José López Sallaberry y Francisco Andrés Octavio, que lo modifican, y ¡ya tenemos proyecto de Gran Vía!

Pero no, aún no. No se entrega hasta 1904, y las obras no empiezan sino en 1910. Y terminan... ¡en 1954!

Casi cien años para construir una calle son muchos años, pero en Madrid los cambios son siempre muy mal asumidos, y la Gran Vía era un cambio muy grande.

En 1910 se iniciaron los derribos de los solares expropiados. La primera víctima fue la casa del cura de la iglesia de San José, en la que Alfonso XIII clavó una piqueta dorada una mañana de abril. Este primer tramo hizo desaparecer la calle de San Miguel, que iba desde la Red de San Luis hasta la calle de Alcalá. Cuando unos años después se terminó, recibió el nombre de Conde de Peñalver, en recuerdo del alcalde que promovió el inicio de las obras.

En el segundo tramo se acabó con la mayor parte del trazado de la calle Jacometrezo, y el nombre elegido fue el de Pi y Margall, destacado político del siglo XIX que fue presidente del Poder Ejecutivo durante la Primera República.

Y el tercer tramo se inició a mediados de los años veinte y no finalizó hasta que se igualó el terreno en la calle Princesa y se enlazó con la plaza de España. Fue el trozo más destructivo, que más calles hizo desaparecer, y que se llevó por delante el magnífico mercado de los Mostenses, verdadera joya de la arquitectura en hierro. El nombre de este tercer tramo fue en principio Eduardo Dato, presidente del Gobierno asesinado en la Puerta de Alcalá en 1921.

Pero tras la guerra (durante la misma su nombre popular fue “Avenida de los Obuses”, por los muchos que se dirigían hacia el edificio de la Telefónica), cambian todos los nombres, aunque los madrileños siempre la conocieron como Gran Vía. En 1981 definitivamente adquiere esa denominación. El Conde de Peñalver y Eduardo Dato fueron compensados, respectivamente con las antiguas calles de Torrijos y del Cisne, pero se olvidaron de Pi y Margall, que siguió sin calle en Madrid hasta que los nuevos desarrollos urbanísticos septentrionales permitieron reparar la injusticia.

Con el inicio de las obras de la Gran Vía, la calle se empezó a llenar con los edificios más suntuosos que Madrid tenía, empezando por el de La Unión y el Fénix, en la esquina con Alcalá y Caballero de Gracia, el cual se levantó en el solar de la “casa del ataúd”, llamada así por ser muy estrecha y alargada. El edificio de la Unión y el Fénix (hoy Metrópolis) fue el primero de los llamados “en quilla de barco”, que luego proliferaron más en la Gran Vía. Una nueva casa del cura de San José surgió en la acera contraria, y junto a ella, el edificio de la Gran Peña. Por cierto, que esta acera del primer tramo fue una decepción para muchos aristócratas que tenían sus posesiones en las cercanías, y que habían hecho reformas con la idea de que sus fachadas diesen a la nueva avenida, pero el cálculo fue erróneo y ninguno de ellos acertó. En 1917 se abrió este tramo, que en su versión final fue diez metros más estrecho de lo previsto, quizá para salvar el Oratorio del Caballero de Gracia, quizá por otro tipo de intereses. En cualquier caso, el hecho de haber impedido la desaparición de la joya arquitectónica firmada por Villanueva hace que nos dé exactamente igual la anchura de esta parte de la avenida.

El segundo tramo, cuyas obras empezaron inmediatamente y finalizaron en 1922, sí que mantiene la original anchura de 35 metros. En principio estuvo prevista la construcción de un bulevar adornado con sóforas japónicas, lo cual se descartó posteriormente. De esta manera nos ahorramos que más adelante se hubiese eliminado de todas formas, para que pudieran pasar los coches, hoy por hoy dueños de las calles (y cada vez más de las aceras) de nuestra villa. El edificio más imponente de este tramo de la Gran Vía es la sede de la Telefónica. Su autor es Ignacio de Cárdenas Pastor, que se basó en estudios realizados en Estados Unidos, lo cual dio una impronta americana a la obra. A pesar de todo se intenta dar un toque local en la portada y otros elementos, que tratan de asumir formas del tradicional barroco madrileño. Las obras se iniciaron en 1925 y en 1929 el perfil de Madrid ya contaba con el que fue su más alto edificio durante muchos años.

A la altura de la Red de San Luis, el gran arquitecto Antonio Palacios levantó una pequeña obra que era (y es) un ejemplo de que su arte no sólo se mostraba en los grandes edificios, muchas veces acusados de grandilocuencia. Era el templete de entrada a la estación de Gran Vía del metro, que permitía un más cómodo acceso a los andenes mediante ascensores. Fue levantado en 1919 y en 1932 tuvo que ser reformado y se instalaron en él ascensores de menor tamaño. En marzo de 1966 se decidió que ya no servía y que estorbaba, y fue eliminado. Por suerte no desapareció del todo, ya que fue desmontado y trasladado al pueblo natal de Antonio Palacios, Porriño, en la provincia de Pontevedra, donde fue colocado en un parque y aunque se tenía la pretensión de utilizarlo como oficina de información hoy no se muestra más que como descarnado esqueleto. Es una vergüenza que Madrid no haya podido conservar el que fue uno de sus símbolos durante mucho tiempo, y, aun siendo muy de agradecer la iniciativa de la ciudad gallega, en la actualidad ese templete tendría que estar en algún punto importante de esta villa. Sólo nos queda a los madrileños un modesto recuerdo en forma de relieve en la propia estación del metro de Gran Vía.

Y el tercer y último tramo empezó a construirse en 1925 y no se acabó de levantar el último inmueble hasta mediada la década de los cincuenta. Muchos y muy buenos edificios tiene, pero todos los especialistas destacan uno, el del cine Capitol, que realmente se llama Edificio Carrión. Obra maestra del expresionismo en la arquitectura, está firmado por Luis Martínez Feduchi y Vicente Eced y Eced, que obtuvieron el encargo tras imponerse en un concurso restringido. Se levantó entre 1931 y 1933 y fue el primer edificio destinado a hotel por apartamentos en Madrid. Hoy en día no se puede apreciar su belleza en plenitud, pues su fachada y, sobre todo, su torreón, están cubiertos de anuncios luminosos.

Un suceso curioso acaeció en esta avenida en 1928, cuando aún no se había acabado del todo. Un toro se escapó y hubo de ser estoqueado en plena calle por el diestro Diego Mazquiarán Fortuna. José María de Cossío narra en su monumental obra Los toros> el acontecimiento: “El 29 de enero de 1928, en la conducción de ganado bravo al matadero de Madrid, un toro se desmandó del resto de la piara, y entrando en Madrid por el puente de Segovia sembró el pánico por sus calles, atropellando e hiriendo a varias personas. En la Gran Vía, Mazquiarán, que casualmente transitaba por ella, se quitó el abrigo y detuvo su carrera con varios lances. Impidió que el toro abandonara el engaño y le tuvo embebido en él hasta que llegó el estoque que había mandado a buscar a su casa. Con el abrigo a guisa de muleta le dio media estocada en lo alto. La multitud que en torno a él se había agrupado, le ovacionó emocionada, sacando los pañuelos, pidiendo la oreja para el matador circunstancial.”

Desde su finalización, la Gran Vía se convirtió en una de las principales arterias de la ciudad, comercial y bullanguera, llena de cafés, terrazas, comercios y grupos de turistas extranjeros que recorren sus cuestas en tropel y asombrándose de cuanto ven, asombrándose de contemplar una avenida moderna y europea en lugar de un montón de plazas de toros -a pesar de la media estocada de Fortuna-, tablaos flamencos y bandoleros de patillas y faca... En fin, esto es Europa.

Bibliografía:

  • COSSÍO, J.M. DE. Los Toros (2 tomos). Madrid: Espasa-Calpe, 1995.
  • GUÍA de Madrid. Tomo I: Casco antiguo. Madrid: Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, 1987.
  • PEÑASCO, H.; CAMBRONERO, C. Las calles de Madrid: Noticias, tradiciones y curiosidades. Ed. Facsímil de la de 1889. Madrid: Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, 1975.

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Autor del artículo

Francisco López Hernández

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