Editorial nº 2 Revista La Gatera de las Villa

Muchas y variopintas son las temáticas y cuestiones sobre los que podría versar mi disertación. Sin embargo sí que se me ha sido impuesta una limitación en cuanto a la extensión de espacio, lo que ya de principio me hace descartar algunas de las ideas que me han surgido, pues ciertas cuestiones necesitan de un ampuloso desarrollo cuyo tratamiento exigiría no menos de cincuenta o sesenta folios para que la urdimbre de mi discurso pudiera desarrollarse sin perder en su exposición rigor ni seriedad, mas sin fatigar en demasía al avezado lector.

 

Tampoco se me ha permitido el usar del latín como vehículo lingüístico expresivo, y a fe mía que no logro comprender ni acertar los motivos, porque es bien sabido que la lengua de los césares, por su rigor y precisión, es la lengua universal del saber. Docto testimonio de ello podría daros mi amiga la señora Doña Beatriz Galindo, quien por su erudito dominio de este idioma se hizo acreedora del señalado apelativo de “la latina”.

Pero basta de circunloquios, que el espacio ofrecido va menguando en manera alarmante y yo no puedo como Josué detener mi sol. Será pues menester empezar a poner en negro sobre blanco el hilo de mis pensamientos.

He optado finalmente por fijar como asunto de mi escrito el someter a disección la expresión “poblachón manchego” con que a veces es referida esta noble Villa, en manera ocasional con voluntad de denostar, como si pudiera desprenderse agravio alguno de la pertenencia a tan noble región, tierra próbida en dionisíacos caldos y ebúrneos fermentos ovinos y cuyos hijos tanta gloria han deparado a España. Pardiez, ¿acaso no la escogió de entre todas el más ilustre de nuestros literatos para hacerla cuna de su más insigne personaje? Mas tampoco debe ir en menoscabo de una ciudad la exigüidad de su territorio, pues es bien sabido cómo los griegos derrotaron a los medas de largos cabellos, que les centuplicaban en cuanto a extensión de sus dominios, y la propia Roma, quien con sus férreas legiones domeñó el mundo mediterráneo, tuvo un origen bien humilde; como apunta el latino Cicerón “omnia rerum principia parva sunt”

Habrán de perdonarme Vuesas Mercedes si a su parecer divago en demasía, pero no es cuestión baladí el realizar estas pertinentes y necesarias aclaraciones, efectuadas las cuales pasaremos a examinar tan desventurada afirmación, ante cuya sola mención se me retuercen los bigotes.

Comenzaré por refutar la segunda parte de su enunciado, y así, debo decirles que Madrid nunca fue tierra manchega, aunque haya quien englobado la ha dentro de una así llamada Mancha Alta. A fe mía que jamás abrazaron los confines manchegos estas boreales latitudes.

Resta ahora demostrar que Madrid fue villa y villa principal, antítesis del poblachón recóndito y carente de historia. Mas tampoco apuremos hasta caer en el extremo opuesto y no nos ciegue un mal entendido orgullo filial para con la ciudad que fue nuestra cuna, puesto que antes de que el reflexivo Felipe II ordenara fijar aquí la corte de las Españas, Madrid no tuvo nunca la importancia de la Córdoba califal ni el esplendor de Burgos ni del imperial Toledo del medioevo.

Madrid, de origen agareno, fundada posiblemente sobre un antiguo recinto godo y convertida en inexpugnable fortaleza, como atestiguan las famosas quintillas “Madrid, castillo famoso que al moro alivia al miedo”. Arrancada de manos de los infieles por Alfonso VI el Bravo, la villa alcanzó a tener fuero propio en 1202, y diez años más tarde, durante la inmortal jornada de Las Navas, pudo verse ondear el pendón con el oso, el pendón del concejo madrileño, enhiesto en la vanguardia de las tropas dirigidas por el señor de Vizcaya.

Digno de reseña es que si exceptuamos el breve periodo en que por graciosa donación de Juan I pasó a pertenecer al desventurado monarca armenio León VI, Madrid puede holgarse de no haber pertenecido jamás a señorío alguno, ni nobiliario ni eclesiástico.

Aquí erigió una ermita San Francisco, el pobrecillo de Asís; aquí se levantó el convento de Santo Domingo el Real, patronato real y uno de los que mayor importancia cobraron en Castilla, do tuvo su sepultura aquel rey a quien apodaron El Cruel, asesinado en fraticida contienda; aquí otorgó licencia Alfonso XI, el Justiciero, en 1346 para que se estableciera una escuela de gramática porque «ouiese en Matrit ommes letrados e sabidores».

¿Y qué decir de las ocho ocasiones en que las Cortes castellanas se reunieron en Madrid? La primera en 1309, siendo monarca de Castilla el temerario Fernando IV, conquistador de Gibraltar, y la última en 1528, bajo mandato del César Imperial, el prognato Carlos de Austria. Y fue reinando éste que aquí fue mantenido como rehén el rey de la Francia, el orgulloso Francisco I, preso tras la gloriosa batalla de Pavía ¿Cuántas ciudades pueden ufanarse de haber albergado cautivo entre sus muros a un monarca extranjero?

Debo detener aquí mi discurso, apenas empezado, mas no lo achaquen V.M. a la falta de ideas o a que mi cálamo se haya despuntado. Culpen V.M. tan brusco final a que he sobrepasado con creces el limitadísimo espacio a mi exposición asignado. Mucho más podría argumentar a mi favor, mas si le place a la Providencia ocasiones habrá para ello más adelante.

Tan sólo me resta despedirme y encomendar a vuesa indulgencia sepan acoger mis torpes argumentos y colegir de ellos puedan que Madrid tiene una historia que merece la pena conocer.

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El Gato Vargas

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